Recuerdo una reflexión judía que dice:
“Dos hombres salen de una chimenea, uno con la cara sucia y
otro con la cara limpia. El que tiene la cara limpia ve al que está sucio y
piensa: ‘yo también debo estar sucio’, y empieza a limpiarse. En cambio, el que
tiene la cara sucia ve al que está limpio y piensa: ‘yo también debo estar
limpio’, y no se limpia”.
Este relato ilustra un punto esencial: el diálogo con los
otros no depende solo de lo que ellos son, sino también de cómo los percibimos.
La gran pregunta es: ¿estoy dialogando con el otro realmente, o con la idea que
yo mismo he construido sobre él? El reto del diálogo consiste, antes que nada,
en reconocer y derribar los prejuicios que cargamos, esas ideas distorsionadas
que fabricamos incluso antes de escuchar.
Por ejemplo, algunas personas pecan de ingenuidad al
suponer que todas las religiones son iguales. Pero eso también es un prejuicio.
Si realmente deseamos dialogar, debemos aceptar que el otro quizá no quiera
dialogar en los mismos términos, y que “hablar” no siempre significa
“dialogar”. Cuando la intención es derribar las creencias en lugar de
comprenderlas, lo que existe no es diálogo, sino disputa.
Las religiones, en última instancia, existen por la
necesidad humana de buscar paz interior, sentido, sabiduría y dirección. Esa
búsqueda es válida en todos los credos y, precisamente por ello, el diálogo
interreligioso resulta tan complejo: cada tradición defiende como sagrado
aquello que le ha dado sentido y bienestar.
Un factor crucial es el marco conceptual
y el lenguaje. Cada tradición entiende y nombra las cosas de manera distinta,
lo que puede generar malentendidos si no se reconoce de antemano. En el
judaísmo, por ejemplo, cuando alguien incumple un mandamiento divino, no existe
la noción “pecado” como ofensa moral o culpa personal. Se trata más bien de una
transgresión: un mandamiento no cumplido, sin la carga de connotaciones que le
da el cristianismo. En el caso de los evangélicos, cuando se refieren a la
Biblia como Palabra de Dios, no aluden a la Biblia con la Septuaginta —como
hacen los católicos—, sino a la versión surgida de la Reforma, compilada y
traducida por Martín Lutero y otros reformadores.
Otro factor es el cultural: nuestro
tiempo está marcado por la democracia, la Ilustración y las formas horizontales
de gobernanza. Vemos el mundo a través de ese prisma, lo que puede generar
tensiones con religiones y creencias que surgieron después de estas categorías
modernas. Así, la sociedad contemporánea tiende a juzgar a las religiones
antiguas como “poco democráticas”, “carentes de evidencia” o “excesivamente
verticales”. Ese sesgo no solo estigmatiza a unas como “anticuadas” y eleva a
otras como más “aptas” por ajustarse a criterios modernos, sino que también
revela la dificultad de dialogar desde presupuestos tan distintos. No obstante,
en lugar de partir de juicios, conviene reconocer que lo que ofrece sentido y
satisfacción a unos puede no hacerlo para otros.
En conclusión, el diálogo interreligioso exige más que
buena voluntad: requiere autocrítica, disposición para desmontar prejuicios y
una verdadera apertura a comprender al otro en su diferencia. Solo así el
encuentro deja de ser pugna y se convierte en auténtico diálogo.