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jueves, 28 de agosto de 2025

Entre prejuicios y palabras: claves para un diálogo interreligioso auténtico

 Recuerdo una reflexión judía que dice:

“Dos hombres salen de una chimenea, uno con la cara sucia y otro con la cara limpia. El que tiene la cara limpia ve al que está sucio y piensa: ‘yo también debo estar sucio’, y empieza a limpiarse. En cambio, el que tiene la cara sucia ve al que está limpio y piensa: ‘yo también debo estar limpio’, y no se limpia”.

Este relato ilustra un punto esencial: el diálogo con los otros no depende solo de lo que ellos son, sino también de cómo los percibimos. La gran pregunta es: ¿estoy dialogando con el otro realmente, o con la idea que yo mismo he construido sobre él? El reto del diálogo consiste, antes que nada, en reconocer y derribar los prejuicios que cargamos, esas ideas distorsionadas que fabricamos incluso antes de escuchar.

Por ejemplo, algunas personas pecan de ingenuidad al suponer que todas las religiones son iguales. Pero eso también es un prejuicio. Si realmente deseamos dialogar, debemos aceptar que el otro quizá no quiera dialogar en los mismos términos, y que “hablar” no siempre significa “dialogar”. Cuando la intención es derribar las creencias en lugar de comprenderlas, lo que existe no es diálogo, sino disputa.

Las religiones, en última instancia, existen por la necesidad humana de buscar paz interior, sentido, sabiduría y dirección. Esa búsqueda es válida en todos los credos y, precisamente por ello, el diálogo interreligioso resulta tan complejo: cada tradición defiende como sagrado aquello que le ha dado sentido y bienestar.

Un factor crucial es el marco conceptual y el lenguaje. Cada tradición entiende y nombra las cosas de manera distinta, lo que puede generar malentendidos si no se reconoce de antemano. En el judaísmo, por ejemplo, cuando alguien incumple un mandamiento divino, no existe la noción “pecado” como ofensa moral o culpa personal. Se trata más bien de una transgresión: un mandamiento no cumplido, sin la carga de connotaciones que le da el cristianismo. En el caso de los evangélicos, cuando se refieren a la Biblia como Palabra de Dios, no aluden a la Biblia con la Septuaginta —como hacen los católicos—, sino a la versión surgida de la Reforma, compilada y traducida por Martín Lutero y otros reformadores.

Otro factor es el cultural: nuestro tiempo está marcado por la democracia, la Ilustración y las formas horizontales de gobernanza. Vemos el mundo a través de ese prisma, lo que puede generar tensiones con religiones y creencias que surgieron después de estas categorías modernas. Así, la sociedad contemporánea tiende a juzgar a las religiones antiguas como “poco democráticas”, “carentes de evidencia” o “excesivamente verticales”. Ese sesgo no solo estigmatiza a unas como “anticuadas” y eleva a otras como más “aptas” por ajustarse a criterios modernos, sino que también revela la dificultad de dialogar desde presupuestos tan distintos. No obstante, en lugar de partir de juicios, conviene reconocer que lo que ofrece sentido y satisfacción a unos puede no hacerlo para otros.

En conclusión, el diálogo interreligioso exige más que buena voluntad: requiere autocrítica, disposición para desmontar prejuicios y una verdadera apertura a comprender al otro en su diferencia. Solo así el encuentro deja de ser pugna y se convierte en auténtico diálogo.

lunes, 28 de julio de 2025

El mal que viene a encontrarnos

A veces pienso que los bebés y los cachorros nos resultan tan cautivadores porque representan, quizás, la forma menos distorsionada de la creación de Dios que aún podemos contemplar. Son como un pan recién salido del horno: cálido, suave y con todo su sabor intacto. Algo similar sucede cuando miramos la naturaleza. Casi todos preferimos contemplar un monte o un río en su estado natural antes que verlo contaminado, intervenido o artificializado.

En este contexto, recuerdo un cuento judío que me impactó profundamente. Aunque no forma parte de los textos canónicos, ofrece una imagen poderosa que complementa esta reflexión. Según el relato, Dios creó el mundo con alegría. Pero cuando la humanidad pecó, la humanidad introdujo en la creación algo que antes no existía: la maldad y su dolor. Esta maldad creció, cobró vida y, como un huérfano, ahora deambula buscando a sus creadores.

En contraste con este trasfondo espiritual, en las ciudades modernas se habla mucho de “sostenibilidad”, entendida como la necesidad de vivir sin comprometer los recursos de las generaciones futuras. No obstante, casi toda actividad humana moderna —desde lo industrial hasta lo doméstico— deja un daño ecológico. Por eso, buena parte del esfuerzo contemporáneo consiste en modificar nuestros hábitos y tecnología para causar menos daño al entorno y a quienes vendrán después.

Curiosamente, según Avishai Margalit (1993), en tiempos de Jesús, durante la época del Segundo Templo, el monte de los Olivos era considerado un lugar más sagrado que la misma ciudad de Jerusalén. Y esto resulta comprensible: aquel monte permanecía intacto, sin intervención humana, tal como Dios lo había creado (cf. Zacarías 14:4). En ese contexto, la naturaleza sin alteraciones era vista como un espacio privilegiado para lo sagrado, un escenario propicio para la teofanía: el encuentro entre lo humano y lo divino. Por el contrario, la ciudad —con su caos, ruido, afán y estructuras humanas— nos habla más del hombre que de Dios.

De aquí podemos aprender del simbolismo bíblico: el Jardín del Edén, en Génesis 2, es un espacio natural, fértil y armónico, alimentado por cuatro ríos (Génesis 2:10-14), símbolo de abundancia y equilibrio. En contraste, Egipto —símbolo de esclavitud y opresión— representa la ciudad dominada por la lógica del poder, la producción y el dominio (cf. Éxodo 1:11-14). Así, la Biblia asocia el espacio natural con la comunión, y el urbano con la alienación.

Por eso me parece valioso considerar cómo las antiguas civilizaciones interpretaban su vulnerabilidad ante la naturaleza como un reflejo de su conducta moral. Sequías, plagas, diluvios, terremotos y erupciones volcánicas no eran entendidos solo como fenómenos naturales, sino como advertencias espirituales. Algunos lo atribuirán a la ignorancia de aquellos pueblos, pero dentro de ese desconocimiento también había una forma de sabiduría: la capacidad de reconocer su fragilidad, cuestionar sus acciones y reflexionar sobre su relación con el Creador y con la creación.

Hoy, en cambio, vivimos una paradoja: tenemos más información que nunca, pero actuamos con menos sabiduría. Padecemos sequías recurrentes, hablamos del cambio climático, acumulamos datos, pero seguimos desvinculando la crisis ecológica de nuestras decisiones colectivas. No reconocemos que la degradación del medio ambiente refleja, también, una degradación interior. Porque donde hay injusticia, egoísmo y ambición desmedida, habrá inevitablemente destrucción. Una sociedad degradada termina por producir entornos degradados. La injusticia humana no se detiene: se desborda y termina cruzando la frontera ecológica. Y así, aquel cuento judío cobra un nuevo sentido. La creación fue hecha sin maldad, pero será nuestra propia maldad —nacida de nuestras elecciones— la que venga a encontrarnos.