domingo, 10 de marzo de 2019

Hijos de Dios


            Todos conocemos la historia Abraham, al cual, Dios lo llamo a salir de su tierra y dejar su parentela en búsqueda de una tierra que le sería entregada; “El Señor dijo a Abram: “Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición” (Génesis 12:1,2).
            Abraham y su esposa Sara eran de edad avanzada, buena posición económica, y no podían tener hijos. Los creyentes estamos acostumbrados a mirar a Abraham como el hombre que partió en busca de una tierra prometida, sin embargo, existen otras motivaciones en el personaje. No es creíble que un hombre de edad avanzada, acaudalado, sin hijos, le motive dejar su casa, volverse un peregrino, para ir en búsqueda de mas bienes materiales, no tiene sentido, tiene sentido que lo haga si por ello recibe descendencia: “Yo haré de ti una gran nación…”. Abraham es el patriarca del pueblo de Israel.
            En el antiguo testamento la historia de la salvación nos mostrará a un pueblo de Israel peregrino en busca de la tierra prometida. El objetivo de este peregrinar es el establecimiento de la ciudad santa, Jerusalén, lugar donde los judíos adoran a Dios, es el lugar del templo de Salomón donde se ofrecen los sacrificios por el pecado y se recibió la promesa de escuchar las plegarias de Israel. Para los judíos, el contribuir en la edificación de Jerusalén es una mitzvá, es un precepto, un mandamiento.
            En el nuevo testamento, el libro del apocalipsis mostrará a Dios como algo parecido a ese Abraham buscando tener descendientes para construir una nueva Jerusalén, esta nueva ciudad no podrá ser ubicada geográficamente en un lugar, sino que está dentro del ser humano, en aquellos que guardan la alianza con Dios como si fuese un compromiso nupcial, haciendo Dios una morada en ellos:
            “Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más. Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo. Y oí una voz potente que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó”. Y el que estaba sentado en el trono dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas». Y agregó: “Escribe que estas palabras son verdaderas y dignas de crédito. ¡Ya está! Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tiene sed, yo le daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo”. (Apocalipsis 21:1-7)
            Un punto importante del texto de apocalipsis es la promesa para el vencedor; “Yo seré su Dios y él será un hijo”. Será imposible completar esta paternidad, esta victoria, si olvidamos que el pecado nos asecha y nos aleja de Dios. Meditemos nuestra vida a la luz de la enseñanza de la Iglesia para poder vencer el pecado y ser vencidos en el amor de Dios.