Recientemente en una reunión se expuso parte de
la vida de San Ignacio de Loyola enfatizando su afecto por la pobreza. No soy
un conocedor de la vida de este santo pero vale la pena compartir lo poco ó
mucho que pude reflexionar en base aquella reunión.
San Ignacio fue un militar español converso a la
fe católica, provenía de una familia de nobles e ilustres de la casa de Balda,
uno de los linajes más antiguos de la provincia de Guipúzcoa, España. A él se
le debe la fundación de la compañía de Jesús comúnmente conocidos como
“Jesuitas”, caracterizados por el uso de ejercicios espirituales y el voto de
pobreza.
Tras su conversión y en su proceso, San Ignacio
se despoja de sus comodidades para abrazar la pobreza, vive pidiendo limosna y
reparte lo recibido entre los pobres. En un tiempo él pensó que guardar cosas
materiales –por más pequeñas que fuesen- limitaba su confianza en Dios, de tal
forma, que en un tiempo vivió solo con lo que tenía en su bolsa, en el hoy, sin
saber, ni guardar algo para mañana. Por esta experiencia puedo decir que parte
de su formación e inspiración religiosa la recibió gracias a la pobreza.
Parte del interés de San Ignacio fue la
preocupación de los pobres, también, la necesidad espiritual ó más bien la
pobreza espiritual que existe dentro de cada persona, esto es, la carencia de
Dios, la necesidad de la evangelización y la predicación para resolver tales
carencias que son invisibles y no distinguen clases sociales.
De tal suerte, al pertenecer a una familia de
ilustres y nobles españoles, me atrevo afirmar que San Ignacio al encontrarse
en Dios, huye de su pobreza espiritual enraizada por la confianza que tuvo en
la nobleza y se une a la pobreza para enriquecerse espiritualmente. Tras este
acto radical, San Ignacio nos enseña en su arrebato, que la pobreza espiritual
puede ser peor que la pobreza material, al lanzarse a ese vacío confiando en
Dios nos hace entender que él apostó por algo mejor y el costo de oportunidad
de esa inversión fue despojarse de sus riquezas terrenales.
Entonces, si un rico se atreve hacer una
inversión de ese tipo para recibir algo mejor –dejar sus bienes terrenos,
abrazar la pobreza buscando la riqueza espiritual- no debiésemos ver a la
pobreza como “algo malo” ó como “una tragedia” –lo vemos así porque nuestro
corazón está inclinado a las comodidades terrenas- mirando el ejemplo del
Santo, la pobreza debiese ser vista como una oportunidad de crecimiento
interior y aprendizaje, de tal manera que no debiésemos ver a los pobres con lástima
sino con admiración, como maestros en la fe por su confianza en Dios y
retribuirle en su necesidad terrenal como a un hermano, no como a un marginado,
ósea, el que vive al margen de nosotros.
Termino con una fracción del pensamiento
Ignaciano; “Dios me ama más que yo a mí mismo. ¡Siguiendo a Jesús, no me puedo
perder!, Dios proveerá lo que mejor le parezca”.