A
veces pienso que los bebés y los cachorros nos resultan tan cautivadores porque
representan, quizás, la forma menos distorsionada de la creación de Dios que
aún podemos contemplar. Son como un pan recién salido del horno: cálido, suave
y con todo su sabor intacto. Algo similar sucede cuando miramos la naturaleza.
Casi todos preferimos contemplar un monte o un río en su estado natural antes
que verlo contaminado, intervenido o artificializado.
En
este contexto, recuerdo un cuento judío que me impactó profundamente. Aunque no
forma parte de los textos canónicos, ofrece una imagen poderosa que complementa
esta reflexión. Según el relato, Dios creó el mundo con alegría. Pero cuando la
humanidad pecó, la humanidad introdujo en la creación algo que antes no existía:
la maldad y su dolor. Esta maldad creció, cobró vida y, como un huérfano, ahora
deambula buscando a sus creadores.
En
contraste con este trasfondo espiritual, en las ciudades modernas se habla
mucho de “sostenibilidad”, entendida como la necesidad de vivir sin comprometer
los recursos de las generaciones futuras. No obstante, casi toda actividad
humana moderna —desde lo industrial hasta lo doméstico— deja un daño ecológico.
Por eso, buena parte del esfuerzo contemporáneo consiste en modificar nuestros
hábitos y tecnología para causar menos daño al entorno y a quienes vendrán
después.
Curiosamente,
según Avishai Margalit (1993), en tiempos de Jesús, durante la época del
Segundo Templo, el monte de los Olivos era considerado un lugar más sagrado que
la misma ciudad de Jerusalén. Y esto resulta comprensible: aquel monte
permanecía intacto, sin intervención humana, tal como Dios lo había creado (cf.
Zacarías 14:4). En ese contexto, la naturaleza sin alteraciones era vista como
un espacio privilegiado para lo sagrado, un escenario propicio para la
teofanía: el encuentro entre lo humano y lo divino. Por el contrario, la ciudad
—con su caos, ruido, afán y estructuras humanas— nos habla más del hombre que
de Dios.
De
aquí podemos aprender del simbolismo bíblico: el Jardín del Edén, en Génesis 2,
es un espacio natural, fértil y armónico, alimentado por cuatro ríos (Génesis
2:10-14), símbolo de abundancia y equilibrio. En contraste, Egipto —símbolo de
esclavitud y opresión— representa la ciudad dominada por la lógica del poder,
la producción y el dominio (cf. Éxodo 1:11-14). Así, la Biblia asocia el
espacio natural con la comunión, y el urbano con la alienación.
Por
eso me parece valioso considerar cómo las antiguas civilizaciones interpretaban
su vulnerabilidad ante la naturaleza como un reflejo de su conducta moral.
Sequías, plagas, diluvios, terremotos y erupciones volcánicas no eran
entendidos solo como fenómenos naturales, sino como advertencias espirituales.
Algunos lo atribuirán a la ignorancia de aquellos pueblos, pero dentro de ese
desconocimiento también había una forma de sabiduría: la capacidad de reconocer
su fragilidad, cuestionar sus acciones y reflexionar sobre su relación con el
Creador y con la creación.
Hoy,
en cambio, vivimos una paradoja: tenemos más información que nunca, pero
actuamos con menos sabiduría. Padecemos sequías recurrentes, hablamos del
cambio climático, acumulamos datos, pero seguimos desvinculando la crisis
ecológica de nuestras decisiones colectivas. No reconocemos que la degradación
del medio ambiente refleja, también, una degradación interior. Porque donde hay
injusticia, egoísmo y ambición desmedida, habrá inevitablemente destrucción.
Una sociedad degradada termina por producir entornos degradados. La injusticia
humana no se detiene: se desborda y termina cruzando la frontera ecológica. Y
así, aquel cuento judío cobra un nuevo sentido. La creación fue hecha sin maldad,
pero será nuestra propia maldad —nacida de nuestras elecciones— la que venga a
encontrarnos.