lunes, 28 de julio de 2025

El mal que viene a encontrarnos

A veces pienso que los bebés y los cachorros nos resultan tan cautivadores porque representan, quizás, la forma menos distorsionada de la creación de Dios que aún podemos contemplar. Son como un pan recién salido del horno: cálido, suave y con todo su sabor intacto. Algo similar sucede cuando miramos la naturaleza. Casi todos preferimos contemplar un monte o un río en su estado natural antes que verlo contaminado, intervenido o artificializado.

En este contexto, recuerdo un cuento judío que me impactó profundamente. Aunque no forma parte de los textos canónicos, ofrece una imagen poderosa que complementa esta reflexión. Según el relato, Dios creó el mundo con alegría. Pero cuando la humanidad pecó, la humanidad introdujo en la creación algo que antes no existía: la maldad y su dolor. Esta maldad creció, cobró vida y, como un huérfano, ahora deambula buscando a sus creadores.

En contraste con este trasfondo espiritual, en las ciudades modernas se habla mucho de “sostenibilidad”, entendida como la necesidad de vivir sin comprometer los recursos de las generaciones futuras. No obstante, casi toda actividad humana moderna —desde lo industrial hasta lo doméstico— deja un daño ecológico. Por eso, buena parte del esfuerzo contemporáneo consiste en modificar nuestros hábitos y tecnología para causar menos daño al entorno y a quienes vendrán después.

Curiosamente, según Avishai Margalit (1993), en tiempos de Jesús, durante la época del Segundo Templo, el monte de los Olivos era considerado un lugar más sagrado que la misma ciudad de Jerusalén. Y esto resulta comprensible: aquel monte permanecía intacto, sin intervención humana, tal como Dios lo había creado (cf. Zacarías 14:4). En ese contexto, la naturaleza sin alteraciones era vista como un espacio privilegiado para lo sagrado, un escenario propicio para la teofanía: el encuentro entre lo humano y lo divino. Por el contrario, la ciudad —con su caos, ruido, afán y estructuras humanas— nos habla más del hombre que de Dios.

De aquí podemos aprender del simbolismo bíblico: el Jardín del Edén, en Génesis 2, es un espacio natural, fértil y armónico, alimentado por cuatro ríos (Génesis 2:10-14), símbolo de abundancia y equilibrio. En contraste, Egipto —símbolo de esclavitud y opresión— representa la ciudad dominada por la lógica del poder, la producción y el dominio (cf. Éxodo 1:11-14). Así, la Biblia asocia el espacio natural con la comunión, y el urbano con la alienación.

Por eso me parece valioso considerar cómo las antiguas civilizaciones interpretaban su vulnerabilidad ante la naturaleza como un reflejo de su conducta moral. Sequías, plagas, diluvios, terremotos y erupciones volcánicas no eran entendidos solo como fenómenos naturales, sino como advertencias espirituales. Algunos lo atribuirán a la ignorancia de aquellos pueblos, pero dentro de ese desconocimiento también había una forma de sabiduría: la capacidad de reconocer su fragilidad, cuestionar sus acciones y reflexionar sobre su relación con el Creador y con la creación.

Hoy, en cambio, vivimos una paradoja: tenemos más información que nunca, pero actuamos con menos sabiduría. Padecemos sequías recurrentes, hablamos del cambio climático, acumulamos datos, pero seguimos desvinculando la crisis ecológica de nuestras decisiones colectivas. No reconocemos que la degradación del medio ambiente refleja, también, una degradación interior. Porque donde hay injusticia, egoísmo y ambición desmedida, habrá inevitablemente destrucción. Una sociedad degradada termina por producir entornos degradados. La injusticia humana no se detiene: se desborda y termina cruzando la frontera ecológica. Y así, aquel cuento judío cobra un nuevo sentido. La creación fue hecha sin maldad, pero será nuestra propia maldad —nacida de nuestras elecciones— la que venga a encontrarnos.