“Supongamos que despide un marido a su mujer;
ella se va de su lado y es de otro hombre: ¿Podrá volver a él?; ¿no sería como
una tierra manchada?...” (Jeremías 3:1).
Aunque el divorcio y le segundo matrimonio es
una idea aceptada entre las comunidades judías en el cristianismo no sucede lo
mismo. Una de las novedades presentadas por la revelación de Jesús es retornar
a la raíz del matrimonio; “dejara el hombre a su padre y madre para unirse a su
mujer y serán los dos una sola carne” (Génesis 2:24).
Entre las creencias del antiguo testamento el
divorcio implicaba no solamente la posesión de la mujer sino también la unión del
espíritu de los cónyuges. El divorcio dentro del judaísmo conlleva no solamente
la firma del get –carta de divorcio- sino también para concretarse requiere de
un ritual rabínico que libere aquellos dos espíritus que estuvieron unidos por
el matrimonio. Entre los judíos se cree que la esposa posee el espíritu del
marido y viceversa. Aunque el divorcio no está permitido dentro del
cristianismo debemos reconocer que la idea judía del divorcio no se desliga su
consecuencia espiritual.
Tras la enseñanza de Jesús y su oposición al
divorcio, el apóstol San Pablo –fariseo converso al cristianismo- retoma este
pensamiento de la unidad espiritual que existe con el otro cuando se cometen actos
sexuales; “¿No saben que el que se une a una prostituta, se hace un solo cuerpo
con ella? Porque dice la Escritura: Los dos serán una sola carne” (1era de
Corintios 6:16). Debemos notar y comprender que si leyésemos el verso de modo
literal la unidad terminaría al desunir ambas carnes, pero el asunto no es así,
el acto sexual une los espíritus que la carne unió. Pienso que Jesús al citar
el Génesis pone al matrimonio en un rango mucho más elevado del que nosotros
podemos comprender; no es simplemente decidir estar con alguien sino es entregar
nuestra carne y nuestro espíritu al conyugue, entregar nuestro ser como posesión
al otro.
El mundo moderno perdió la noción espiritual del
acto sexual trivializándolo al simple goce, hoy puede existir ó no obligación,
afecto ó desapego, la regla moderna es no tener reglas y ser guiados por los
deseos olvidando el espíritu, si algo en apariencia nos hace felices basta y
sobra para validarlo. Este pensamiento cuando se ejerce de modo colectivo
erosiona el cimiento del matrimonio, entre lo laxo de las reglas y entre tantas
opciones –incluso entretenimiento sexual- es difícil encontrar la razón y el
motivo para unirse solamente a alguien, ahí es donde el matrimonio pierde y no
puede ser ejercido con cabal interés. Pero, el matrimonio nunca fue solo una
ruta a la felicidad sino es un motivo para hacerse uno con el otro y poder
traer hijos a este mundo.
Entonces, en un mundo moderno ¿habrá motivos
suficientes para unirse a una sola persona?, ¿valdrá la pena esperar al
matrimonio para ejercer la sexualidad?. Creo que todo puede resumirse a una
postura simple; redescubrir la virtud de la castidad y la pureza. Si las futuras
generaciones no viven la espiritualidad para cosechar sus frutos ¿Cómo sabrán
deleitarse en la pureza?. En un mundo moderno y sexualizado vale la pena dar
espacio a un gozo distinto, el gozo de la conversión, el gozo del Espíritu
Santo.