Cuando uno es joven suele tener ciertas
aversiones hacia muchísimas cosas entre ellas las eclesiales. En mi
adolescencia no encontraba sentido, ni razón, a la actividad de orar dentro del
templo, creía; ¿Cómo se resolverán mis problemas perdiendo el tiempo rezando en
una Iglesia?. Así pensaba, incluso, después de mi conversión no lo veía como algo
importante, veía que las ancianas del barrio lo hacían, acudían en grupo para rezar
por horas. Para mí eso no era un servicio a Dios, para mi servir a Dios debería
ser algo táctil; ir con los enfermos, ayudar a los necesitados, estudiar las
Escrituras para instruir a otros y no perder el tiempo en la banca de una
Iglesia.
Entre mis arrogancias no distinguía que yo mismo
con esa actitud era pieza de tentación, una boca de Satán para aquellos que acudían
al templo para orar, decía: “¿A qué van otra vez a rezar al templo?, ¿Qué acaso
los pobres están ahí?”, así hablaba y pensaba y así hablan y piensan muchos que
se dicen discípulos de Jesucristo, pero ¿Cómo puede ser discípulo aquel que
cuestiona a sus hermanos cuando van al templo para orar?, ¿Qué no dice el Salmo
“que alegría cuando me dijeron: ¡vamos a la casa del Señor!”?. Sí, que alegría,
y es necesario que nos alegremos cuando vamos al templo para hacer oración, y
es necesario que nos alegremos cuando acudimos alguna pastoral para beneficio
del necesitado. Si, es necesario que nos alegremos más y nos juzguemos menos
entre nosotros. Quitarnos la piel de Caín, que solo ve la labor de Adán para
tirarle de pedradas.
Dentro de las Sagradas Escrituras existe un caso
que no fue escrito en vano, y si se escribió es para enseñarnos algo, es el
caso de Ana, mencionada por el evangelista San Lucas; “Había también allí una
profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada
en años, que, casa en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde
entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba
del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en
ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a
todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Cap. 2, 36-38). Ella fue
una de las primeras mujeres en encontrarse con el Mesías, no en vano el
evangelista se tomo el tiempo para investigar un poco sobre la vida de esta
mujer y plasmarla en tres versículos bíblicos, describiendo su servicio a Dios
como “ayuno y oración”.
Entonces, si el autor sagrado quiso describir su
servicio de esta forma no debiésemos cuestionar aquellos que sin saberlo ó
sabiéndolo la imitan en su forma de servir. Algunos sirven a Dios de un modo y
otros de otro, en nada debemos menospreciar cualquier forma de servicio por
pequeña e insignificante que parezca. En la labor lo importante no es el siervo
sino el Señor que llamo a servir. ¿Cómo sabes tú, que te sientes grande, si
Dios ha puesto a un siervo chico enseguida de ti para medir tu humildad?. El
que se burla de la labor de quien sirve, ¿no se burla también del Señor que lo
mando a servir?, si, así es. Entonces vale mas no hablar porque si yo creo que
algún servicio es insignificante y sin provecho lo más probable es que esté yo
en un error. Todo lo que se ofrece a Dios y es recibido por El, por Dios se
vuelve fértil, y aunque las semillas y las labores sean pequeñas, no son mías,
son de Dios.
Así que vale más trabajar y no hablar mucho, ni
menospreciar las labores del otro, ni estimar en menos ó en mucho lo poco que
uno hace para construir el Reino de Dios. Porque si Ana hubiese estimado en menos
ir al templo ese día, hubiese perdido la oportunidad de encontrarse con el niño
Jesús. No perdamos la oportunidad de encontrarnos con Cristo en el Sagrario en
cualquier tiempo, porque si El está ahí, está ahí esperando por nosotros.