"Moisés
estuvo allí con Dios cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber
agua. Y escribió en las tablas las palabras de la alianza, las diez palabras. Luego,
bajó Moisés del monte Sinaí y, cuando bajó del monte con las dos tablas del
Testimonio en su mano, no sabía que la piel de su rostro se había vuelto
radiante, por haber hablado con él. Aarón y todos los israelitas miraron a
Moisés, y al ver que la piel de su rostro irradiaba, temían acercarse a él. Moisés
los llamó. Aarón y todos los jefes de la comunidad se volvieron a él y Moisés
habló con ellos. Se acercaron a continuación todos los israelitas y él les
conminó cuanto Dios le había dicho en el monte Sinaí. Cuando Moisés acabó de
hablar con ellos, se puso un velo sobre el rostro. Siempre que Moisés se
presentaba delante de Dios para hablar con él, se quitaba el velo hasta que
salía, y al salir decía a los israelitas lo que Dios había ordenado. Los
israelitas veían entonces que el rostro de Moisés irradiaba, y Moisés cubría de
nuevo su rostro con un velo hasta que entraba a hablar con Dios." (Éxodo
34:28-35).
Hasta
hace poco pude entender el significado del velo en el rostro de Moisés -quizá
ni el profeta lo comprendió-. Sucede que en el Antiguo Testamento, en el
templo, el arca de la alianza y otros elementos sagrados permanecían ocultos a
la vista del pueblo detrás de una cortina. Detrás de la cortina, detrás de ese
velo, la presencia de Dios descendía sobre el templo. Solo el sumo sacerdote podía
traspasar ese velo para ofrecer sacrificios para la redención de los pecados de
la nación.
En
los evangelios leemos, tras la muerte de Jesús en su crucifixión, un terremoto rasga
la cortina del templo; “Jesús, dando de nuevo un fuerte grito; exhaló el espíritu.
En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo…” (S. Mat.
27:50,51). Esto tiene un significado importante, pues por la obra de Jesús, la
gloria de Dios podrá ser presenciada para los pueblos en el templo sin ningún
velo.
El
velo sobre el rostro de Moisés me hace creer que ese es un signo que anuncia
que el profeta, después de estar en la presencia de Dios, se volvió en un “templo”
viviente de Dios, un templo de carne y hueso donde mora la presencia divina y
se anuncia la Palabra de Dios–templo al modo del antiguo testamento, con un velo-.
La Iglesia nos considera templos vivos porque hemos recibido la presencia de
Dios por medio de los sacramentos. Nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo,
es nuestra casa y es casa para Dios.
Considerando
estas asociaciones y mirando el culto del Antiguo Testamento, en aquel templo
donde la gloria de Dios quedaba oculta detrás de aquel velo, ¿Qué deberíamos encontrar
hoy, en la nueva alianza, en un recinto sin velo, ni cortinas que oculten algo?.
Encontramos la gloria de Dios visible, tangible, incluso la podemos apuntar con
nuestros dedos para decir “esa es”, “ahí esta”. Es la gloria de Dios que nos
hace ser cuerpo de Cristo porque es el cuerpo mismo de Cristo que encontramos ahí;
la Eucaristía. Reflexionemos con humildad sobre este acto que Dios ha
provocado, removiendo la cortina que nos impedía verlo, manifestándolo a los
ojos de todos; aunque hay quienes aun no pueden verlo porque un velo de
incredulidad cubre sus ojos y quedan ciegos.