domingo, 29 de julio de 2018

La Iglesia domestica


"A los demás les digo, como cosa mía y no del Señor: si algún hermano tiene una esposa que no es creyente, pero acepta vivir con él, que no la despida. Del mismo modo, si una mujer tiene un esposo que no es creyente, pero acepta vivir con ella, que no se divorcie. Pues el esposo no creyente es santificado mediante su esposa, y la esposa no creyente es santificada mediante su marido cristiano. De no ser así, también sus hijos estarían lejos de Dios, mientras que en realidad ya han sido consagrados. Si el esposo o la esposa no creyente se quiere separar, que se separe. En este caso el esposo o la esposa creyente no están esclavizados, pues el Señor nos ha llamado a vivir en paz. ¿Estás segura tú, mujer, de que vas a salvar a tu esposo? ¿Y tú, marido, estás seguro de que podrás salvar a tu esposa?" (1era de Corintios 7:12-16).
            En este fragmento, San Pablo otorga recomendaciones sobre el matrimonio a quienes, en el primer siglo, estando en matrimonio abrazaron la fe cristiana dejando el paganismo, aconsejándoles no separarse de sus cónyuges paganos por motivos del cristianismo. En la experiencia de San Pablo se muestra algo interesante; “la santificación del incrédulo por la fe de su conyugue”. Pero, ¿Qué sucederá cuando ambos son creyentes?, ¿acaso se santificaran mutuamente?.   
            El sacramento del matrimonio nos santifica porque todo sacramento tiene como fin santificar, preparar a la persona para que viva en la gracia de Jesús. Cuando un fiel de Cristo, se guarda por él en el amor para conservar su cuerpo integro como templo del Espíritu de Dios, llevando una vida acorde al evangelio, recibe gracia individual por los sacramentos que corresponden. Pero, ¿Qué será de dos, hombre y mujer, que hacen lo mismo y caminan en un proyecto común, alegrándose en su espíritu para recibir un sacramento común: el matrimonio?, ¿No aumentara Dios la gracia que ya tenían, ó será que Dios entregara el don especial que es llevado por los dos?. Dios les aumentara, les entregara una gracia y un don especial que será recibido por los dos, dejando en su ser interior y exterior esta consigna.
            Cuando San Pablo afirma “el incrédulo se santifica por la fe de su conyugue”, no puedo evitar mirar el caso de José y la Virgen María –aunque creyentes los dos- ¿Qué clase de santificación ó don especial habrá recibido José por acompañar a María?. El sacramento del matrimonio inicia en el altar y se perfecciona día con día buscando la gracia y el don para cada día. Sin duda, José recibió un don por acompañar a la Virgen María en su embarazo, pero ¿Qué tipo de santificación habrá recibido José cuando vio nacer a Jesús nuestro Señor?, ¿Acaso José pudo ser el mismo de siempre?, no, claro que no, José a lo largo de su vida, debió ser transformado por la pureza de María y Jesús.  
            En nuestro caso, todo familiar se conmueve en el nacimiento de algún nuevo miembro de la familia. Ese nuevo nacimiento provoca en los nuevos padres una especie de “metanoia”, esto es un tipo de conversión, una nueva ilusión, alegría, una esperanza para buscar algo mejor a favor de los hijos. Esa inocencia del nacido puede generar en nosotros una conversión autentica.  
            Que la unidad familiar prosiga y no se trastorne a causa del pecado individual. Que los minutos con Dios puedan vivirse a solas y en familia, para que la misma familia sea ese depósito donde los miembros crezcan en el amor a Dios, a la gracia y la santidad. Que nuestra familia sea nuestra primera comunidad en la fe, nuestra Iglesia doméstica.