lunes, 29 de septiembre de 2025

Vida, culpa y redención: cuando somos nuestro propio verdugo

Durante mucho tiempo pensé en Judas Iscariote desde una visión rígida, como si todo fuera blanco o negro. Hoy entiendo que actuó según su contexto y sus limitaciones. Judas no sabía que Jesús resucitaría ni que, con el tiempo, la ley de Moisés sería reinterpretada por los apóstoles. En su época, la ley divina para él y para el judaísmo del Segundo Templo seguía siendo la de Moisés: la ley del talión y el castigo por lapidación. Aunque los romanos habían prohibido a las provincias aplicar la pena de muerte, el marco religioso de Judas lo llevaba a pensar en esos términos: “pediré cuentas de la vida de cada hombre; el que derrame sangre de hombre, por otro hombre será derramada su sangre” (Génesis 9:5-6).

El desenlace lo conocemos: Judas confesó su culpa al decir “he pecado, pues he entregado sangre inocente” (San Mateo 27:4), terminó siendo su propio juez y se aplicó el castigo entregando su existencia. En él se cumple el dicho: “Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6). Dios es amor y misericordia, pero requiere ser conocido.

Esta idea de ser juez de uno mismo conecta con lo que plantea el filósofo Byung-Chul Han. Él advierte que, en la sociedad actual, con sus normas no escritas, las personas se sienten obligadas a ser “la mejor versión de sí mismas” en todo: trabajo, dinero, apariencia, incluso en cosas pequeñas, como sentir culpa por comer un chocolate con calorías de más. Pero ¿hasta cuándo es suficiente? ¿Cuándo terminamos de construir esa “mejor versión”? Para Han, en este modelo cada uno se convierte en su propio verdugo, fabricando su propia ley y su propio castigo cotidiano.

Así, muchos hacen planes, fijan metas, se frustran si no las logran y terminan viviendo atrapados en pensamientos que los acusan: “no lo lograste”, “no sirves”, “cualquiera lo hace mejor que tú”. Algo parecido enfrentó Jesús en el desierto, cuando el tentador le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo” (San Mateo 4:6). Cristo resistió esas acusaciones gracias a la preparación y a la fuerza de sus prácticas espirituales: la oración, la búsqueda de sabiduría y el desapego de lo material. Ese es el camino para construir una vida equilibrada, en la que la interioridad y la exterioridad estén en armonía. Una espiritualidad que nos ayuda a comprender que el propósito de la vida es vivir, y que toda vida merece ser vivida porque cada una es una experiencia única.

El rey Salomón, alabado por su sabiduría y poseedor de riquezas y poder sin comparación, dejó una enseñanza sorprendente. Tras haber construido y disfrutado desde la cúspide del poder terrenal, concluyó que una de las mayores alegrías de esta vida es lo sencillo: comer y gozar de la compañía de los amigos: “No hay para el hombre cosa mejor que comer, beber y alegrarse; y que esto lo acompañe en su trabajo” (Eclesiastés 8:15; ver también 2:24 y 3:12-13).

En otras palabras, lo cotidiano puede brindar más satisfacción que la obsesiva búsqueda de grandezas. Por eso es fundamental rodearse de amigos verdaderos, cultivar relaciones fraternas y aprender a reconocer esas ideas nocivas que, disfrazadas de buenas intenciones, actúan como semillas venenosas que crecen dentro de nosotros y terminan limitando una vida plena o, peor aún, llevándonos a detestarla. La vida puede ser satisfactoria desde lo simple, sin muchas ambiciones que, en realidad, son falsos paraísos. Como recordó Jesús: “No se preocupen por el día de mañana, porque el mañana traerá sus propias preocupaciones” (San Mateo 6:34).