Durante
mucho tiempo pensé en Judas Iscariote desde una visión rígida, como si todo
fuera blanco o negro. Hoy entiendo que actuó según su contexto y sus
limitaciones. Judas no sabía que Jesús resucitaría ni que, con el tiempo, la
ley de Moisés sería reinterpretada por los apóstoles. En su época, la ley
divina para él y para el judaísmo del Segundo Templo seguía siendo la de
Moisés: la ley del talión y el castigo por lapidación. Aunque los romanos
habían prohibido a las provincias aplicar la pena de muerte, el marco religioso
de Judas lo llevaba a pensar en esos términos: “pediré cuentas de la vida de
cada hombre; el que derrame sangre de hombre, por otro hombre será derramada su
sangre” (Génesis 9:5-6).
El desenlace lo conocemos: Judas
confesó su culpa al decir “he pecado, pues he entregado sangre inocente”
(San Mateo 27:4), terminó siendo su propio juez y se aplicó el castigo
entregando su existencia. En él se cumple el dicho: “Mi pueblo fue destruido
porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6). Dios es amor y misericordia,
pero requiere ser conocido.
Esta idea
de ser juez de uno mismo conecta con lo que plantea el filósofo Byung-Chul Han.
Él advierte que, en la sociedad actual, con sus normas no escritas, las
personas se sienten obligadas a ser “la mejor versión de sí mismas” en todo:
trabajo, dinero, apariencia, incluso en cosas pequeñas, como sentir culpa por
comer un chocolate con calorías de más. Pero ¿hasta cuándo es suficiente?
¿Cuándo terminamos de construir esa “mejor versión”? Para Han, en este modelo
cada uno se convierte en su propio verdugo, fabricando su propia ley y su
propio castigo cotidiano.
Así, muchos hacen planes, fijan
metas, se frustran si no las logran y terminan viviendo atrapados en
pensamientos que los acusan: “no lo lograste”, “no sirves”, “cualquiera
lo hace mejor que tú”. Algo parecido enfrentó Jesús en el desierto, cuando
el tentador le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo” (San Mateo
4:6). Cristo resistió esas acusaciones gracias a la preparación y a la fuerza
de sus prácticas espirituales: la oración, la búsqueda de sabiduría y el
desapego de lo material. Ese es el camino para construir una vida equilibrada,
en la que la interioridad y la exterioridad estén en armonía. Una
espiritualidad que nos ayuda a comprender que el propósito de la vida es vivir,
y que toda vida merece ser vivida porque cada una es una experiencia única.
El rey
Salomón, alabado por su sabiduría y poseedor de riquezas y poder sin
comparación, dejó una enseñanza sorprendente. Tras haber construido y
disfrutado desde la cúspide del poder terrenal, concluyó que una de las mayores
alegrías de esta vida es lo sencillo: comer y gozar de la compañía de los amigos:
“No hay para el hombre cosa mejor que comer, beber y alegrarse; y que esto
lo acompañe en su trabajo” (Eclesiastés 8:15; ver también 2:24 y 3:12-13).
En otras palabras, lo cotidiano
puede brindar más satisfacción que la obsesiva búsqueda de grandezas. Por eso
es fundamental rodearse de amigos verdaderos, cultivar relaciones fraternas y
aprender a reconocer esas ideas nocivas que, disfrazadas de buenas intenciones,
actúan como semillas venenosas que crecen dentro de nosotros y terminan
limitando una vida plena o, peor aún, llevándonos a detestarla. La vida puede
ser satisfactoria desde lo simple, sin muchas ambiciones que, en realidad, son
falsos paraísos. Como recordó Jesús: “No se preocupen por el día de mañana,
porque el mañana traerá sus propias preocupaciones” (San Mateo 6:34).