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lunes, 13 de julio de 2020

Consentir a los hijos


            Tengo un sobrino muy amado de cuatro años de edad al cual se le consiente por afecto. Es el único sobrino que tengo y por lo tanto es el único nieto. Toda la familia se volcó hacia él por ser el único niño de la casa. Ha nacido en una casa donde hay abundancia, tiene acceso a las comodidades; una recamara para él solo en una casa frente a un parque grande, no ha compartido su cuarto con nadie y no sabe lo que es jugar en una calle con pavimento en mal estado rodeado de basura y casas invadidas; nunca lo han trasladado en transporte urbano ni ha conocido lo que es transitar en un automóvil sin placas y sin aire acondicionado; por internet tiene acceso a una lista inagotable de programas para niños disponible las veinticuatro horas del día, nunca ha tenido que esperar días para ver un programa por televisión. Aunque el niño es la luz de la casa se le está acostumbrando a esperar poco, recibir todo y no compartir nada.   
            Consentir es otorgar, proveer y permitir, es una concesión, pero también es malcriar, viciar, malacostumbrar, corromper. La educación va más allá de transmitir y recibir conocimiento, es también una ayuda para dominarnos, ejercitarnos en las virtudes de la paciencia, reducir el ego y llegar a la humildad. El individuo que lo tiene todo no está acostumbrado a recibir un “no” como respuesta. Esto me recuerda una anécdota: siendo la media noche llegue a una ciudad del sur, entrando al lobby del hotel conocí a su dueño. Él estaba con uno de sus empleados platicando y bebiendo, era un hombre muy ameno y me invitó unos tragos. Le conteste que en otra ocasión pues estaba cansado por el viaje y al día siguiente tenía que atender compromisos laborales en esa ciudad. Él insistió:
            ─La primer noche va por mi cuenta
            ─No, muchas gracias
            ─Te doy descuento para el resto de los días  
            Accedí a su oferta por respeto y entendí que los ricos no están acostumbrado a recibir un “no” como respuesta.
            En la vida ordinaria, Dios podría darnos todas las cosas y resolver nuestras angustias pero su abstinencia y su misterio nos educan para que nosotros aportemos algo a esa necesidad. Hasta el “no” de Dios nos beneficia. Dios nos ha dado toda la creación pero nos la entregó como si fuese una masa bruta que requiere un proceso: nuestra colaboración para procesarla y distribuirla. El libro del Eclesiástico contiene unos pasajes asociados a la educación de los hijos:      
            “Si amas a tu hijo, edúcalo y no dejes de corregirlo. Así el día de mañana podrás sentirte orgulloso de tener un buen hijo. Tus amigos se alegrarán contigo, y tus enemigos te envidiarán. Si educas bien a tu hijo, aunque mueras, nadie se olvidará de ti porque verán en tu hijo a otro como tú. Mientras vivas, te alegrarás al verlo; y cuando estés a punto de morir, no sentirás tristeza porque tu hijo te vengará de tus enemigos y devolverá los favores a tus amigos. Pero si malcrías a tu hijo tendrás que curar sus heridas y sufrir al oír su llanto. Si a tu caballo no lo domas, jamás lo podrás controlar; si a tu hijo lo malcrías, jamás lo podrás educar. Si malcrías a tu hijo y le das todo lo que pide, te llevarás dolorosas sorpresas. Mientras todavía sea niño, no le des mucha libertad ni pases por alto sus errores; al contrario, corrígelo siempre para que no se vuelva caprichoso y más tarde te cause problemas. Educa bien a tu hijo, y no tendrás que pasar vergüenza por causa de su rebeldía.” (cap. 30, 1-13)