domingo, 27 de mayo de 2018

La impureza y la pureza


            En la biblia podemos encontrar los textos relacionados con el primer concilio que la Iglesia celebro en Jerusalén. Un grupo de fariseos que había abrazado la fe cristiana, enseñaba a los gentiles que era necesario guardar las leyes de Moisés para alcanzar la salvación (Hechos 15:1,5). Los gentiles fueron paganos venidos a la fe cristiana. Estas leyes no se componían solo del decálogo de Moisés, eran un compendio amplio de normas. Ante esta disensión, este concilio definió que tales leyes no son útiles para la salvación y mando; “abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza” (Hechos 15:29). Aunque el paganismo ha quedado erradicado, el primer concilio no es simplemente un elemento histórico dentro de la biblia, abstenernos de la impureza es requisito para alcanzar la salvación. Los apóstoles al referirse a impureza se refieren a los actos sexuales.
            En este contrasentido, aunque las leyes de Moisés no son necesarias para la salvación, sus preceptos relacionados con la impureza fueron antecedente para esta definición conciliar de los apóstoles. Tales normas pueden encontrarse en el libro de levítico (cap. 18). Muchas de estas prácticas prohíbas en levítico, son fáciles de encontrar hoy en día siendo permitidas ó hasta aplaudidas por quienes se sienten cristianos.  
            Los apóstoles al ser discípulos de Jesús añaden una concepción nueva al pensamiento del levítico, esto es, la prohibición del divorcio y el segundo casamiento. Los judíos permitían tal práctica usando el “get” ó carta de divorcio. En el evangelio de San Mateo (cap. 19:1-9), Jesús se opone al divorcio y al segundo matrimonio de modo claro y puntual. En la carta de San Pablo a los Corintios se reitera la enseñanza de Jesús; “a los que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor: Que la mujer no se separe del marido; y si se separa, quédese sin casar, o reconcíliese con su marido; y que el marido no abandone a su mujer” (I cap.7:10,11).
            Tras la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés, un concepto novedoso surge para la Iglesia primitiva; el cuerpo humano es templo del Espíritu Santo. Desde esta óptica, la pureza, la castidad, tendrá un nuevo giro, ya no será algo para consagrados –como sucedía en el judaísmo- sino que será parte de la gracia recibida para toda la Iglesia. San Pablo escribe;
            "En cuanto a lo que me habéis escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su marido. Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia. Lo que os digo es una concesión, no un mandato. Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse." (I Corintios, 7:1-9)
            Es bueno reafirmarnos en la gracia para vivir el don de la pureza día con día, sobre todo pedirlo, considerando que Dios permite la sexualidad bajo un don distinto en el sacramento del matrimonio.