Esta semana estuve meditando en la
oración que Jesús hizo en el huerto del Getsemaní, en el momento previo a su
arresto para llevarlo a juicio y crucificarlo. El evangelista san Lucas señala
que este momento fue de tensión y agonía, pues al orar sus gotas de su sudor
eran como gotas de sangre.
La oración de Jesús en el huerto es
mencionada por el evangelista san Juan (cap. 17) con una narrativa amplia de
sus peticiones. Hay versos sumamente reveladores que cooperan para la búsqueda personal
de la santidad; “Y ésta es la vida eterna: conocerte a ti, único Dios
verdadero, y al que tú has enviado, Jesús, el Cristo” (v. 3)., “Conságralos
mediante la verdad: tu palabra es verdad” (v.17)., “Y por ellos ofrezco el
sacrificio, para que también ellos sean consagrados en la verdad” (v. 19).
En la oración del Getsemaní se
contempla el anhelo de Jesús por sus discípulos para que obtengan lo necesario
a razón de continuar la encomienda. En los versos contemplo la esperanza de Jesús
puesta en los hombres –sus apóstoles- solicitando al Padre que los ayude y los
consagre, para que la Palabra divina se proclame, él compartió lo recibido del
Padre:
“Yo les he dado la Gloria que tú me
diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí. Así
alcanzarán la perfección en la unidad, y el mundo conocerá que tú me has
enviado y que yo los he amado a ellos como tú me amas a mí” (v. 22, 23).
El texto menciona “Yo les he dado la
Gloria que tú me diste”, ¿a que gloria se referirá?. Se refiere a la gloria de
participar de la vida del evangelio para alcanzar la meta última después de la
muerte, la gloria eterna. Es Jesús quien participó de esta vida después de la
muerte, y la comparte, siendo la proclamación de la Palabra el inicio que nos invita
a participar de la Gloria que Jesús tiene en compañía de su Padre. Si bien, Jesús
es único redentor, él nos invita a colaborar en la obra del reino de Dios, para
que nosotros compartamos también esta vida con los demás.
Es interesante encontrar que Jesús
ha compartido con ellos y con nosotros la Gloria que recibió del Padre, pero lo
hace con un propósito: la unidad. Si no comprendemos que ese es el propósito de
los dones divinos, estaremos mal gastando el regalo. El evangelio no debe ser
motivo de división, es una invitación del Padre a la unidad.
Dice la tradición de los judíos, en
el inicio de la creación, en el Edén, toda la creación era una unidad y el pecado
dio entrada a la división. Por el pecado entro la muerte al mundo, la muerte dividió
la unidad de nuestro cuerpo y nuestro espíritu. El pecado trajo la división del
ser humano con su creador y sus semejantes.
Cuando apreciemos en nosotros ese
sentir de la división, en la Iglesia ó con los demás, meditemos por encima de
la tentación; ¿Qué nos mueve ó que nos lleva actuar de esa manera?, ¿Cuál es el
propósito y fin de ese sentir?, ¿a quién edifica esa actitud?.
Crezcamos en nuestro perdón para con
los demás, disminuyamos nuestro ego y crezcamos en humidad, ofrezcamos esas
mortificaciones que nos mueven a la división para propiciar la unidad, sin
olvidar, primero tenemos que estar unidos nosotros al creador por medio de los
instrumentos de su gracia.