“Saulo no desistía de su rabia,
proyectando violencia y muerte contra los discípulos de Jesús. Se presentó ante
el sumo sacerdote y le pidió cartas de autorización para las sinagogas de
Damasco, pues quería detener a cuantos seguidores de Cristo encontrara, hombres
y mujeres, y llevarlos presos a Jerusalén. Mientras iba de camino, ya cerca de
Damasco, de repente lo envolvió una luz que venía del cielo. Cayó al suelo y
oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Preguntó él:
«¿Quién eres tú, Señor?» Y la voz respondió: «Yo soy Jesús, a quien tú
persigues»” (Hechos 9, 1-5).
Este pasaje ilustra la persecución
contra los cristianos, pues irónicamente San Pablo —antes llamado Saulo—, autor
del mayor número de cartas del Nuevo Testamento y gran maestro del
cristianismo, fue precisamente un perseguidor de la Iglesia antes de su
conversión.
De las enseñanzas de San Pablo sabemos
que la carne y el espíritu viven en enemistad, aunque esta disputa surge de la
carne, pues el espíritu no está en conflicto con nadie. Por ello, las personas
deben fortalecer su espíritu a través de la oración, los sacramentos y lecturas
devocionales, para no ser dominadas completamente por la carne. Ambos elementos
son intrínsecos a cada persona, siendo la carne la promotora del caos y la
rebeldía que nos roba la paz.
En cada ser humano existe un Saulo y un
San Pablo: un lado busca imponerse violentamente y otro busca servir a Dios en
el prójimo. Lo más interesante es que la misma Escritura del Antiguo Testamento
que guardó la revelación para mostrarnos a Jesús fue también la que Saulo
utilizó para perseguir a los seguidores de Jesús. ¿Cómo es esto posible? Sucede
que, así como el bien va construyendo caminos, el mal edifica los suyos. Al
final del día, eran dos proyectos antagónicos basados en la misma Escritura:
primero un Saulo obsesionado por apresar cristianos, justificado por su
obediencia a la letra; después, un San Pablo dispuesto a dar su vida (y que la
dio) por el evangelio.
Entonces, el asunto no radica en hacer
valer un supuesto “mandato divino” extraído de algún texto sagrado, sino en la
forma en que cada persona interpreta el mensaje divino dentro de sus propias
limitaciones humanas. Si somos sensibles a la voz del Espíritu, podemos reconocer
que la paz y la buena voluntad entre quienes piensan distinto constituyen el
camino correcto. Sin embargo, algunos fundamentalistas se verán restringidos:
el mismo Creador los convocará a la paz, pero sus doctrinas se convertirán en
el obstáculo que les impida responder a ese llamado.
Por eso, la oración por la liberación del verdugo no debe ser olvidada. Él es la primera víctima de su propio odio, y de ese veneno surgen nuevas víctimas. ¿Cómo podrá ser liberado aquel que ha sacralizado la destrucción de otros? Aquel que se justifica en lo divino para sembrar dolor. Debemos orar para que Dios abra su entendimiento, y también para que el perseguido encuentre fortaleza y paz. Confiemos en que el Verbo de Dios es la luz verdadera que alumbra a todo ser humano (S. Juan 1,9); aunque muchos no vean en Cristo su encarnación, un destello de esa luz puede transformar incluso a los Saulos más oscuros en nuevos San Pablos.
