“Conoció
Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Henoc. Estaba construyendo una
ciudad, y la llamó Henoc, como el nombre de su hijo…” Génesis 4, 17
Es
curioso que la biblia nos presente a Caín como constructor de una ciudad, esta
visión como paralelo no es muy distinta a la realidad; muchas ciudades fueron
edificadas por asesinos, por conflictos armados por la tierra. La ciudad de México
es un ejemplo. La ciudad es un asentamiento humano que tiene una cosmovisión
del mundo, por algo nos llamamos “mexicanos”, “hermosillenses”, pensamos de
alguna forma, tenemos hitos, costumbres y tradiciones. La ciudad se impone e
impone hasta el acento en el modo de hablar. ¿Por qué los de Veracruz no hablan
igual que los de Hermosillo?. En el modo de expresar una palabra se manifiesta
la visión del cómo debe sonar esa palabra; los de Veracruz dirán que somos
nosotros los que hablamos raro y nosotros diremos que los raros son ellos. En
la rebeldía de modificar la palabra “hijo” substituyendo la “h” por la “m” para
decir “mijo” los individuos expresan su visión lingüística. Estos seres llegan
a construir acuerdos mediante sus palabras y sus visión dentro de un territorio;
la ciudad.
En
la historia de la humanidad, la urbanidad y la ciudad, son formas relativamente
nuevas. Fue después de la revolución industrial cuando los individuos migraron
del campo a la ciudad, a los centros industriales, es ahí cuando vemos las fábricas
y los suburbios habitacionales, y el nacimiento de la vida urbana nocturna y sus
formas. Estas migraciones masivas y la expansión de la urbanización exigen a
los ayuntamientos una mayor planeación en la distribución del territorio;
vialidades, infraestructura, espacios, y sobre todo, exige a los ciudadanos
controlar su conducta y sus pasiones en medio de la inmensidad que los absorbe;
la ciudad.
En
la plaza de catedral podemos ver la diversidad, por un lado, el icono urbano de
la catolicidad; catedral, frente al Palacio Municipal, la sede del poder laico
que nos gobierna. En la plaza pública están los individuos con sus ideologías,
sus historias y en medio de ese espacio convivimos y disfrutamos. Si
expresáramos nuestros ideales probablemente resultaríamos antagónicos, pero en
el disfrute del espacio público convivimos; religiosos, ateos, migrantes, hombres,
mujeres, ancianos, jóvenes, niños. El espacio público nos ayuda para
encontrarnos con los demás, con los otros, los que no comulgan con nosotros.
En
la biblia y en otras religiones cuando los individuos quieren interiorizarse,
buscar la paz, la espiritualidad, acuden a retiros alejándose de la ciudad.
Esto es interesante pues la ciudad tiene modelos, formas e ideas; nos siembra
paradigmas de éxito y fracaso, en ese espejismo nos hace creer que anhelamos
cosas que en realidad no son anhelos propios sino que son cosas que vemos y las
seguimos porque el grupo las sigue. La ciudad es la multitud de voces que
confunde; voces políticas, de medios, de estratos sociales, de iconos. La
ciudad absorbe al grado de restarnos individualidad y borrar lo que el
individuo es y convertirlo en parte de esa multitud: los de Hermosillo, los de
Nogales, los extranjeros, los del sur. Pero también, la ciudad nos ayuda a
construir lo que somos; lo que comemos, lo que escuchamos, lo que nos identifica.
En
la ciudad existe el templo y el sagrario, un espacio que permite a locales, foráneos
y extranjeros, identificarse entre sí bajo una misma comunión; la paz con Dios
y con nosotros.