viernes, 31 de octubre de 2025

De perseguidor a perseguido: de Saulo a San Pablo

“Saulo no desistía de su rabia, proyectando violencia y muerte contra los discípulos de Jesús. Se presentó ante el sumo sacerdote y le pidió cartas de autorización para las sinagogas de Damasco, pues quería detener a cuantos seguidores de Cristo encontrara, hombres y mujeres, y llevarlos presos a Jerusalén. Mientras iba de camino, ya cerca de Damasco, de repente lo envolvió una luz que venía del cielo. Cayó al suelo y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Preguntó él: «¿Quién eres tú, Señor?» Y la voz respondió: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»” (Hechos 9, 1-5).

Este pasaje ilustra la persecución contra los cristianos, pues irónicamente San Pablo —antes llamado Saulo—, autor del mayor número de cartas del Nuevo Testamento y gran maestro del cristianismo, fue precisamente un perseguidor de la Iglesia antes de su conversión.

De las enseñanzas de San Pablo sabemos que la carne y el espíritu viven en enemistad, aunque esta disputa surge de la carne, pues el espíritu no está en conflicto con nadie. Por ello, las personas deben fortalecer su espíritu a través de la oración, los sacramentos y lecturas devocionales, para no ser dominadas completamente por la carne. Ambos elementos son intrínsecos a cada persona, siendo la carne la promotora del caos y la rebeldía que nos roba la paz.

En cada ser humano existe un Saulo y un San Pablo: un lado busca imponerse violentamente y otro busca servir a Dios en el prójimo. Lo más interesante es que la misma Escritura del Antiguo Testamento que guardó la revelación para mostrarnos a Jesús fue también la que Saulo utilizó para perseguir a los seguidores de Jesús. ¿Cómo es esto posible? Sucede que, así como el bien va construyendo caminos, el mal edifica los suyos. Al final del día, eran dos proyectos antagónicos basados en la misma Escritura: primero un Saulo obsesionado por apresar cristianos, justificado por su obediencia a la letra; después, un San Pablo dispuesto a dar su vida (y que la dio) por el evangelio.

Entonces, el asunto no radica en hacer valer un supuesto “mandato divino” extraído de algún texto sagrado, sino en la forma en que cada persona interpreta el mensaje divino dentro de sus propias limitaciones humanas. Si somos sensibles a la voz del Espíritu, podemos reconocer que la paz y la buena voluntad entre quienes piensan distinto constituyen el camino correcto. Sin embargo, algunos fundamentalistas se verán restringidos: el mismo Creador los convocará a la paz, pero sus doctrinas se convertirán en el obstáculo que les impida responder a ese llamado.

Por eso, la oración por la liberación del verdugo no debe ser olvidada. Él es la primera víctima de su propio odio, y de ese veneno surgen nuevas víctimas. ¿Cómo podrá ser liberado aquel que ha sacralizado la destrucción de otros? Aquel que se justifica en lo divino para sembrar dolor. Debemos orar para que Dios abra su entendimiento, y también para que el perseguido encuentre fortaleza y paz. Confiemos en que el Verbo de Dios es la luz verdadera que alumbra a todo ser humano (S. Juan 1,9); aunque muchos no vean en Cristo su encarnación, un destello de esa luz puede transformar incluso a los Saulos más oscuros en nuevos San Pablos.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Vida, culpa y redención: cuando somos nuestro propio verdugo

Durante mucho tiempo pensé en Judas Iscariote desde una visión rígida, como si todo fuera blanco o negro. Hoy entiendo que actuó según su contexto y sus limitaciones. Judas no sabía que Jesús resucitaría ni que, con el tiempo, la ley de Moisés sería reinterpretada por los apóstoles. En su época, la ley divina para él y para el judaísmo del Segundo Templo seguía siendo la de Moisés: la ley del talión y el castigo por lapidación. Aunque los romanos habían prohibido a las provincias aplicar la pena de muerte, el marco religioso de Judas lo llevaba a pensar en esos términos: “pediré cuentas de la vida de cada hombre; el que derrame sangre de hombre, por otro hombre será derramada su sangre” (Génesis 9:5-6).

El desenlace lo conocemos: Judas confesó su culpa al decir “he pecado, pues he entregado sangre inocente” (San Mateo 27:4), terminó siendo su propio juez y se aplicó el castigo entregando su existencia. En él se cumple el dicho: “Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6). Dios es amor y misericordia, pero requiere ser conocido.

Esta idea de ser juez de uno mismo conecta con lo que plantea el filósofo Byung-Chul Han. Él advierte que, en la sociedad actual, con sus normas no escritas, las personas se sienten obligadas a ser “la mejor versión de sí mismas” en todo: trabajo, dinero, apariencia, incluso en cosas pequeñas, como sentir culpa por comer un chocolate con calorías de más. Pero ¿hasta cuándo es suficiente? ¿Cuándo terminamos de construir esa “mejor versión”? Para Han, en este modelo cada uno se convierte en su propio verdugo, fabricando su propia ley y su propio castigo cotidiano.

Así, muchos hacen planes, fijan metas, se frustran si no las logran y terminan viviendo atrapados en pensamientos que los acusan: “no lo lograste”, “no sirves”, “cualquiera lo hace mejor que tú”. Algo parecido enfrentó Jesús en el desierto, cuando el tentador le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo” (San Mateo 4:6). Cristo resistió esas acusaciones gracias a la preparación y a la fuerza de sus prácticas espirituales: la oración, la búsqueda de sabiduría y el desapego de lo material. Ese es el camino para construir una vida equilibrada, en la que la interioridad y la exterioridad estén en armonía. Una espiritualidad que nos ayuda a comprender que el propósito de la vida es vivir, y que toda vida merece ser vivida porque cada una es una experiencia única.

El rey Salomón, alabado por su sabiduría y poseedor de riquezas y poder sin comparación, dejó una enseñanza sorprendente. Tras haber construido y disfrutado desde la cúspide del poder terrenal, concluyó que una de las mayores alegrías de esta vida es lo sencillo: comer y gozar de la compañía de los amigos: “No hay para el hombre cosa mejor que comer, beber y alegrarse; y que esto lo acompañe en su trabajo” (Eclesiastés 8:15; ver también 2:24 y 3:12-13).

En otras palabras, lo cotidiano puede brindar más satisfacción que la obsesiva búsqueda de grandezas. Por eso es fundamental rodearse de amigos verdaderos, cultivar relaciones fraternas y aprender a reconocer esas ideas nocivas que, disfrazadas de buenas intenciones, actúan como semillas venenosas que crecen dentro de nosotros y terminan limitando una vida plena o, peor aún, llevándonos a detestarla. La vida puede ser satisfactoria desde lo simple, sin muchas ambiciones que, en realidad, son falsos paraísos. Como recordó Jesús: “No se preocupen por el día de mañana, porque el mañana traerá sus propias preocupaciones” (San Mateo 6:34).

jueves, 28 de agosto de 2025

Entre prejuicios y palabras: claves para un diálogo interreligioso auténtico

 Recuerdo una reflexión judía que dice:

“Dos hombres salen de una chimenea, uno con la cara sucia y otro con la cara limpia. El que tiene la cara limpia ve al que está sucio y piensa: ‘yo también debo estar sucio’, y empieza a limpiarse. En cambio, el que tiene la cara sucia ve al que está limpio y piensa: ‘yo también debo estar limpio’, y no se limpia”.

Este relato ilustra un punto esencial: el diálogo con los otros no depende solo de lo que ellos son, sino también de cómo los percibimos. La gran pregunta es: ¿estoy dialogando con el otro realmente, o con la idea que yo mismo he construido sobre él? El reto del diálogo consiste, antes que nada, en reconocer y derribar los prejuicios que cargamos, esas ideas distorsionadas que fabricamos incluso antes de escuchar.

Por ejemplo, algunas personas pecan de ingenuidad al suponer que todas las religiones son iguales. Pero eso también es un prejuicio. Si realmente deseamos dialogar, debemos aceptar que el otro quizá no quiera dialogar en los mismos términos, y que “hablar” no siempre significa “dialogar”. Cuando la intención es derribar las creencias en lugar de comprenderlas, lo que existe no es diálogo, sino disputa.

Las religiones, en última instancia, existen por la necesidad humana de buscar paz interior, sentido, sabiduría y dirección. Esa búsqueda es válida en todos los credos y, precisamente por ello, el diálogo interreligioso resulta tan complejo: cada tradición defiende como sagrado aquello que le ha dado sentido y bienestar.

Un factor crucial es el marco conceptual y el lenguaje. Cada tradición entiende y nombra las cosas de manera distinta, lo que puede generar malentendidos si no se reconoce de antemano. En el judaísmo, por ejemplo, cuando alguien incumple un mandamiento divino, no existe la noción “pecado” como ofensa moral o culpa personal. Se trata más bien de una transgresión: un mandamiento no cumplido, sin la carga de connotaciones que le da el cristianismo. En el caso de los evangélicos, cuando se refieren a la Biblia como Palabra de Dios, no aluden a la Biblia con la Septuaginta —como hacen los católicos—, sino a la versión surgida de la Reforma, compilada y traducida por Martín Lutero y otros reformadores.

Otro factor es el cultural: nuestro tiempo está marcado por la democracia, la Ilustración y las formas horizontales de gobernanza. Vemos el mundo a través de ese prisma, lo que puede generar tensiones con religiones y creencias que surgieron después de estas categorías modernas. Así, la sociedad contemporánea tiende a juzgar a las religiones antiguas como “poco democráticas”, “carentes de evidencia” o “excesivamente verticales”. Ese sesgo no solo estigmatiza a unas como “anticuadas” y eleva a otras como más “aptas” por ajustarse a criterios modernos, sino que también revela la dificultad de dialogar desde presupuestos tan distintos. No obstante, en lugar de partir de juicios, conviene reconocer que lo que ofrece sentido y satisfacción a unos puede no hacerlo para otros.

En conclusión, el diálogo interreligioso exige más que buena voluntad: requiere autocrítica, disposición para desmontar prejuicios y una verdadera apertura a comprender al otro en su diferencia. Solo así el encuentro deja de ser pugna y se convierte en auténtico diálogo.

lunes, 28 de julio de 2025

El mal que viene a encontrarnos

A veces pienso que los bebés y los cachorros nos resultan tan cautivadores porque representan, quizás, la forma menos distorsionada de la creación de Dios que aún podemos contemplar. Son como un pan recién salido del horno: cálido, suave y con todo su sabor intacto. Algo similar sucede cuando miramos la naturaleza. Casi todos preferimos contemplar un monte o un río en su estado natural antes que verlo contaminado, intervenido o artificializado.

En este contexto, recuerdo un cuento judío que me impactó profundamente. Aunque no forma parte de los textos canónicos, ofrece una imagen poderosa que complementa esta reflexión. Según el relato, Dios creó el mundo con alegría. Pero cuando la humanidad pecó, la humanidad introdujo en la creación algo que antes no existía: la maldad y su dolor. Esta maldad creció, cobró vida y, como un huérfano, ahora deambula buscando a sus creadores.

En contraste con este trasfondo espiritual, en las ciudades modernas se habla mucho de “sostenibilidad”, entendida como la necesidad de vivir sin comprometer los recursos de las generaciones futuras. No obstante, casi toda actividad humana moderna —desde lo industrial hasta lo doméstico— deja un daño ecológico. Por eso, buena parte del esfuerzo contemporáneo consiste en modificar nuestros hábitos y tecnología para causar menos daño al entorno y a quienes vendrán después.

Curiosamente, según Avishai Margalit (1993), en tiempos de Jesús, durante la época del Segundo Templo, el monte de los Olivos era considerado un lugar más sagrado que la misma ciudad de Jerusalén. Y esto resulta comprensible: aquel monte permanecía intacto, sin intervención humana, tal como Dios lo había creado (cf. Zacarías 14:4). En ese contexto, la naturaleza sin alteraciones era vista como un espacio privilegiado para lo sagrado, un escenario propicio para la teofanía: el encuentro entre lo humano y lo divino. Por el contrario, la ciudad —con su caos, ruido, afán y estructuras humanas— nos habla más del hombre que de Dios.

De aquí podemos aprender del simbolismo bíblico: el Jardín del Edén, en Génesis 2, es un espacio natural, fértil y armónico, alimentado por cuatro ríos (Génesis 2:10-14), símbolo de abundancia y equilibrio. En contraste, Egipto —símbolo de esclavitud y opresión— representa la ciudad dominada por la lógica del poder, la producción y el dominio (cf. Éxodo 1:11-14). Así, la Biblia asocia el espacio natural con la comunión, y el urbano con la alienación.

Por eso me parece valioso considerar cómo las antiguas civilizaciones interpretaban su vulnerabilidad ante la naturaleza como un reflejo de su conducta moral. Sequías, plagas, diluvios, terremotos y erupciones volcánicas no eran entendidos solo como fenómenos naturales, sino como advertencias espirituales. Algunos lo atribuirán a la ignorancia de aquellos pueblos, pero dentro de ese desconocimiento también había una forma de sabiduría: la capacidad de reconocer su fragilidad, cuestionar sus acciones y reflexionar sobre su relación con el Creador y con la creación.

Hoy, en cambio, vivimos una paradoja: tenemos más información que nunca, pero actuamos con menos sabiduría. Padecemos sequías recurrentes, hablamos del cambio climático, acumulamos datos, pero seguimos desvinculando la crisis ecológica de nuestras decisiones colectivas. No reconocemos que la degradación del medio ambiente refleja, también, una degradación interior. Porque donde hay injusticia, egoísmo y ambición desmedida, habrá inevitablemente destrucción. Una sociedad degradada termina por producir entornos degradados. La injusticia humana no se detiene: se desborda y termina cruzando la frontera ecológica. Y así, aquel cuento judío cobra un nuevo sentido. La creación fue hecha sin maldad, pero será nuestra propia maldad —nacida de nuestras elecciones— la que venga a encontrarnos.