En
una ocasión le pedí a Dios que me mostrara algún pasaje del Antiguo Testamento
donde pudiera vislumbrar la Trinidad. Aunque mi petición era, cuando menos,
poco común, la respuesta llegó de manera inesperada: a mi mente vino, sin saber
por qué, la palabra “Mambré”. Luego descubrí que varios Padres de la Iglesia
—como San Agustín, San Ambrosio y San Hilario— vieron precisamente en Mambré
una teofanía que prefigura el misterio trinitario. El pasaje se encuentra en el
libro del Génesis:
Dios
se presentó a Abrahán junto a los árboles de Mambré mientras estaba sentado a
la entrada de su tienda, a la hora más calurosa del día. Al levantar sus ojos,
Abrahán vio a tres hombres que estaban parados a poca distancia. En cuanto los
vio, corrió hacia ellos y se postró en tierra, diciendo: «Señor mío, si me
haces el favor, te ruego que no pases al lado de tu servidor sin detenerte. Les
haré traer un poco de agua para que se laven los pies y descansen bajo estos
árboles. Les haré traer un poco de pan para que recuperen sus fuerzas, antes de
proseguir su viaje, pues creo que para esto pasaron ustedes por mi casa.» Ellos
respondieron: «Haz como has dicho.» (Génesis 18,1-5)
En
este relato, tres misteriosos visitantes se presentan ante Abraham para
anunciarle aquello por lo que tanto había orado: su esposa Sara, estéril,
concebiría un hijo. Isaac será para Abraham la señal de la esperanza: su
heredero, del cual nacerá Jacob; y de Jacob, Israel; y de Israel, un pueblo
llamado a caminar con Dios. El Catecismo ilumina este episodio al describir la
oración y la fe de Abraham:
2570.
Cuando Dios lo llama, Abraham se pone en camino “como se lo había dicho el
Señor” (Gn 12, 4): todo su corazón “se somete a la Palabra” y obedece. La
escucha del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras
tienen un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa
primeramente con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar
al Señor. Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una
queja velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cf Gn 15,
2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los aspectos de la tensión
dramática de la oración: la prueba de la fe en Dios que es fiel.
2571.
Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en alianza
con él (cf Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su tienda al
Huésped misterioso: es la admirable hospitalidad de Mambré, preludio a la
anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cf Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38).
Desde entonces, habiéndole confiado Dios su plan, el corazón de Abraham está en
consonancia con la compasión de su Señor hacia los hombres y se atreve a
interceder por ellos con una audaz confianza (cf Gn 18, 16-33).
Abraham
es una figura central en la historia de la salvación. Fue quien dejó su tierra
porque Dios se lo pidió, convirtiéndose así en el primer misionero de un
proyecto que, en su propio contexto, parecía más un sueño personal que una
promesa divina. Sin buscarlo, llegó a ser un pilar del monoteísmo: el hombre
que acogió la Palabra revelada y caminó sostenido por la esperanza de una
comunidad naciente, una descendencia tan numerosa que no podría ser contada.
Por esto, San Pablo nos llamó “descendientes de Abraham” por la fe en
Jesucristo y herederos de sus promesas (Gálatas 3,29).