Constantemente los
sacerdotes en sus homilías nos hablan de la construcción del Reino de Dios aquí
en la tierra, nos dicen que la vida eterna inicia desde aquí, y que
contribuyamos con la piedad. Si bien es cierto que, como evangelizados debemos
contribuir en ese Reino anunciado por Jesús, también entiendo que es posible
contribuir en la construcción del infierno desde hoy en esta tierra. Cada una
de nuestras acciones contribuyen para bien ó para mal de otros, un ejemplo
claro de este mal, es el egoísmo del divorcio donde los cónyuges satisfacen sus
intereses individuales rompiendo la unión marital justificados en “su
felicidad” trayendo a sus hijos el infierno de tener a sus padres divididos con
lo perturbador que resulta para todo ser humano el hecho de ver a sus padres
entablando relaciones con terceras personas. El suicidio es otro ejemplo que
nos muestra lo asfixiante y traumático que puede resultar un entorno para una
persona, esa negación que tenemos como sociedad para otorgar comprensión, fidelidad
y solidaridad para con los demás hace que el suicida se deprima por soledad. El
peso de la presión de grupo, la autoestima lastimada, el afán materialista y
superfluo de la sociedad le provoca un cansancio, haciéndole de esta vida una
condena, un infierno, que desgraciadamente manifiesta en el suicidio un escape
a su tortura.
El rostro ensangrentado
de Jesucristo en su pasión, su cuerpo torturado, las agresiones verbales hacia
su persona, el deseo de poner en duda su integridad en el juicio ante Caifás y
Pilatos plagado de dolo y calumnias, no es otra cosa que la manifestación de
ese infierno perpetrado por los hombres. El rostro de Cristo ensangrentado y
coronado con espinas es la evidencia de ese infierno que los hombres
construyen, que debe hacernos reflexionar, pues, ningún hombre debe ser tratado
de forma hostil y ¡mas si es inocente!. Son nuestras malas acciones las que
hacen de este Edén una tierra de injusticia y de temor, de una especie humana
que tuvo vocación de hermandad y la degrado para hacerse verdugos y
depredadores entre sí.
Jesús llevado a juicio
por el odio, torturado y crucificado de modo brutal en Israel, constituye el
anuncio de esa sociedad que edifico un infierno por su injusticia, que
amedrento a todos aquellos que desearon seguir el camino del redentor. Cristo
advirtió a los Apóstoles que les vendrían tiempos difíciles, y yo aclaro que en
ningún momento de la historia Dios a deseado la tortura del ser humano, sea
mental, física ó emocional, sino que es el mismo infierno que las sociedades
provocan el que busca imponerse por sobre todas las cosas, seduciendo a cada
generación por egoísmo. La resurrección de Cristo en Jerusalén es el manifiesto
que pone en alto el Reino de los cielos por encima del infierno que aquellos
hombres construyeron.
El fuego del infierno
construido por todos, que nos agobia y nos absorbe, debe ser apagado por el
perdón, por la piedad, por la confianza que existe en el saber que Jesús actuó
de tal forma. El perdón otorga una grandeza a quien lo otorga, pues, sin ser
sacramento, la víctima termina siendo juez que absuelve a su verdugo; “te
perdono”. Quien ama y perdona a pesar del odio es un pacificador, y si así lo
hace será bienaventurado.