Había un hombre que se sentía
profeta de Dios abogando por los pobres, despreciando a los ricos. El no
entraba a templos acaudalados porque afirmaba que esos lugares abundaba la hipocresía
y una fe falsa. En cambio, prefería entrar a los templos donde acudía la gente
pobre, sintiéndose así, parte del Reino de Dios.
Un día, Dios lo llamo y le dijo “entra
a tal templo y escucha”. Aquel templo era el más llamativo de la ciudad, un
lugar donde acudían las familias más acaudaladas de aquella región. Este hombre
se negó rotundamente, afirmando “mi lugar no es ese, mi sitio está con los
marginados”. Dios le dijo “te lo ordeno, entra, haz oración y escucha”.
Estando en aquella edificación tan
ostentosa, el profeta se dispuso a orar y por alguna gracia extraordinaria pudo
escuchar las oraciones de los congregados ahí. Escucho las oraciones de varias
personas, un empresario rico enfermo de cáncer, una mujer a la cual su marido
la engañaba y humillaba, un joven que tenía un hermano perdido en las drogas, un
matrimonio joven que no podía tener hijos, así sucesivamente, hasta que el
profeta salió de ese lugar con un nudo en la garganta.
Después de esto, Dios le dijo; “ve a
este otro templo, entra, haz oración y escucha”. Aquella construcción era rudimentaria, con
gente muy pobre, y de igual manera, el profeta hizo oración y por esta gracia
pudo escuchar las suplicas; un hombre enfermo de cáncer, una mujer humillada
por su marido, un joven que tenía un hermano perdido en las drogas, un
matrimonio que no podía tener hijos.
Entonces el profeta arrepentido pidió
clemencia a Dios, diciendo; “Ahora entiendo tu amor, todos estos años viví con
un corazón duro, juzgando a los individuos según las apariencias. ¿Quién me dio
el derecho de juzgar a los individuos?. Ahora entiendo que tú, mi Dios, das fortaleza
a ricos y pobres según tu voluntad, y que existen necesidades que las riquezas
no podrán satisfacer. Tu gracia no puede ser sustituida por nada. Ahora sé que
tu templo es casa de oración para todos los individuos, sin excepción, pues
donde estén dos ó más reunidos en nombre del Señor Jesús, ahí está él”.
El
profeta regreso a su casa, comió, descanso y durmió. Al día siguiente, entre
las Escrituras encontró este Salmo;
“¡Que alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa del
Señor!, ¡Finalmente pisan nuestros pies tus umbrales, Jerusalén!. Jerusalén,
ciudad edificada toda en perfecta armonía, adonde suben las tribus, las tribus
del Señor, según costumbre en Israel, a dar gracias al nombre de Dios. Ahí están
los tronos para el juicio, los tronos de la casa de David. Invocad la paz sobre
Jerusalén, vivan tranquilos los que te aman, haya calma dentro de tus muros,
que tus palacios estén en paz. Por amor de mis hermanos y amigos quiero decir: ¡La
paz contigo!. Por la Casa de Dios, nuestro Dios, pediré todo el bien para ti” (Salmo
122).
Desde entonces, el profeta no hace
distinción entre personas. Cuando acude a cualquier templo, acude en signo de
paz y felicidad, pidiendo el bien para todos, porque entiende que Dios está en
medio de su pueblo.