La semana pasada me tocó
visitar el sagrario por primera vez después del primer llamado a la
contingencia sanitaria. Me dio mucho gusto ver como mi parroquia optó por las
medidas de precaución solicitadas: distancia entre personas, uso de cubre bocas
obligatorio, toma de temperatura en el acceso con un dispensador de gel anti bacterias,
registro de los visitantes y cordones que indicaban las rutas dentro del
templo.
Al acercarme al sagrario
me conmoví. No pude evitar pensar en el sentimiento que sintió Josué cuando después
de tantas batallas y travesías logró pisar la tierra prometida. A fin de
cuentas, el mundo estaba librando una gran batalla y, después de 60 mil muertos
en México, Dios había permitido llegar hasta ahí, hasta el suelo santo, el
sagrario. Es una bendición para cualquiera estar libre de cualquier enfermedad.
Disfrute muchos aquellos
pequeños instantes ante el sagrario. Cualquier incrédulo podrá decir: “no es
necesario ir al templo para estar con Dios, Él está en todos lados y desde
cualquier lugar se puede orar”. Pero la situación no es tal, desde casa oramos
de igual forma aunque dentro de un ambiente distinto.
Sucede que la fe es como
las alegrías y las tragedias, es un sentimiento y anhelo mutuo que se comparte
entre conocidos o desconocidos que se reúnen en ese lugar que consideran
sagrado: el templo y el sagrario. La enseñanza de Jesús de “el fariseo y el
publicano” inicia con esta descripción: “Dos hombres subieron al templo para
orar…” (S. Lucas 8,10). En esa simple frase, Jesús reunió los elementos: los
individuos, la acción, el sitio sagrado y la oración. Es un esfuerzo hecho por
las personas para encontrarse con un Dios, rompiendo la comodidad de
permanencia en la casa propia para acudir a la casa de oración. El templo es el
espacio donde nos encontramos con la presencia de Dios y con el prójimo que
reconoce a ese Dios que nosotros reconocemos.
¿Por qué Jesús inicio el
relato del publicano y el fariseo usando la frase: “dos hombres subieron al
templo para orar…”?. Desconozco el motivo preciso pero distingo que en los
tiempos de Jesús los publicanos no tenían buena fama entre los judíos. Ellos
eran cobradores de impuestos designados por roma y, al estar Jerusalén bajo la
jurisdicción de los romanos, sus cobradores eran detestados. Si alguien debía hacer
oración en su casa era el publicano y por esta razón al entrar al templo de los
judíos –en su vergüenza− ni se atrevía a elevar su vista al cielo. Pero Jesús
en su paciencia y caridad inicia el relato diciendo: “Dos hombres subieron al
templo para orar…”. Cualquier ser humano, sin importar su condición de vida
tiene entrada al templo. El templo es la casa de Dios dispuesta para las
personas.
Quienes hacen oración en
su casa no hacen mal. El templo es un sitio físico que nos otorga una cohesión
social pues nos permite distinguir un proyecto común, una fe común. Quien solo
hace oración en su casa reconoce su casa como propia, pero quien acude al
templo reconoce dos casas, la suya y la casa común: el templo.
Los tiempos de pandemia
y encierro han despertado el hambre de encontrarse con el prójimo, con los
amigos, con los hermanos en la fe. Aquella cotidianidad que era inapreciable
por la monotonía cobró una relevancia no vista tras la cuarentena, y acudir al
templo para orar dejó de parecer algo común, lo siento como un regalo de Dios.