Tras la reciente visita del papa
Francisco a México, se toco el tema de la comunión de los divorciados vueltos a
casar. Si bien, Francisco ha luchado por reformar la Iglesia para agilizar el
proceso de nulidad, esto no significa “dar facilidades para el divorcio”. Las
reglas canonícas para anular el sacramento del matrimonio son inamovibles. El
deseo del papa es reformar el proceso y la forma, no los estatutos, eso sería
promover el pecado.
Considero
que cada día son más las voces que se suman a la postura de “dar la comunión a
los divorciados vueltos a casar”, que las voces que exigen al papa una encíclica
para reparar un matrimonio. Entiendo que estos reclamos son fruto de los malos tiempos,
la cultura del divorcio promueve el desapego y la comodidad individual. Se pone
en evidencia la perdida de la espiritualidad y la palabra empeñada.
La
reflexión de hoy, expresa desde el significado de la alianza, porque no es
posible dar la eucaristía a una persona que ha deshecho su matrimonio para
iniciar otro.
En
la historia de nuestra fe, las alianzas con Dios están establecidas por medio
de la sangre; desde que Abraham ofreció a su hijo Isaac en sacrificio y Dios otorgo
un cordero para librarlo al encontrar aprobada la fe de Abraham, también, cuando
Moisés tomo el libro del pacto, expreso los estatutos ante el pueblo y este acepto
en seguirlos, roció la sangre del sacrificio y la alianza se estableció (Éxodo
24:7,8), a su vez, cuando Cristo instituyo la eucaristía ofreciéndose el mismo
en sacrificio por nuestros pecados.
El
vínculo matrimonial es una alianza que se establece con Dios, en este punto,
los novios son ministros de esa alianza y acuden de libre voluntad para elevar
su unión. No olvidemos que el sacrificio de Cristo es aquello que da
justificación a todos los sacramentos de la Iglesia. Las sagradas escrituras
establecen; “Jesús, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados para
siempre, se sentó a la diestra de Dios…” (Hebreos 10:12). Cada vez que comemos
una eucaristía, en realidad, participamos de un mismo cuerpo ofrecido en
sacrificio, no hay otro. Su sangre da soporte a los sacramentos de la Iglesia,
incluyendo al matrimonio. De tal forma, una persona que contrae matrimonio por
la Iglesia y come de la eucaristía, vincula su unión marital con la sangre de
Cristo, y esta no debe ser usada para justificar dos matrimonios, porque al
hacer una alianza conyugal la primera vez se invalida cualquier otra que pueda
darse en el futuro. Cristo se refiere al matrimonio; “los dos serán una sola
carne, ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, ningún hombre
lo separe…” (San Marcos 10:8,9). La misma sangre ofrecida para establecer un
pacto de matrimonio, no puede ofrecerse de nuevo a solicitud de alguno para
justificar una nueva unión.
Espero
que comprendamos la grandeza de este pacto, el matrimonio es pilar fundamental
de la estructura social, es el llamado que dos personas tienen para unirse,
amarse y aceptarse a lo largo del tiempo. Me gustan las palabras de San Pablo
que exhortan; “maridos, amen a sus esposas como Cristo amo a su Iglesia y dio
su vida por ella…” (Efesios 5:25). Amar no es cosa fácil. Hagamos del
matrimonio ese sacramento, ósea, un momento sacro que sea alimentado día con día
para perdurar hasta la muerte. El matrimonio es un ejercicio de tolerancia,
aceptación y compañía.