Cuando Jesús afirma; “es más fácil para un
camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de
los cielos”, el apóstol San Pedro expresa y pregunta; “nosotros lo hemos dejado
todo para seguirte. ¿Qué recibiremos?”, Cristo responde algo sorprendente
refiriéndose a los apósteles; “A ustedes que me han seguido, yo les digo:
cuando todo comience nuevamente y el Hijo del Hombre se siente en su trono de
gloria, ustedes también se sentarán en doce tronos, para juzgar a las doce
tribus de Israel” (S. Mateo 19:28).
Antes de meditar en la respuesta de Jesús, no
debemos pasar por alto que en Israel existieron cortes rabínicas, jueces que
ocupaban un papel importante en la nación, tal vez, los apóstoles creyeron que
a eso se refería y quizá lo siguieron con más fuerza esperando eso con ilusión,
quizá sintieron ambición y hasta ego. Pero, tras la resurrección y la ascensión
de Cristo es fácil suponer a qué tronos se refería; los tronos de arriba en la
gloria del cielo.
¿Cómo nos sentiríamos si Jesús nos dijera:
“ustedes se van a sentar en un trono para juzgar…”?, ¿Qué clase de emociones
despertarían en nosotros ante esta afirmación?. Pongámonos en los zapatos de San
Pedro, supongamos que Jesús nos dijera delante de testigos; “te entregare las
llaves del reino de los cielos y las puertas del infierno no prevalecerán…”,
“pastorea mis ovejas…” y no solo eso, también haber estado en la transfiguración
y verlo resucitado. ¿Cómo nos sentiríamos?, creo que andaríamos por la vida
confiados, como dicen en la calle “presumiendo la charola” y “parándonos el
cuello” sintiéndonos más que los demás, creyendo que tenemos la salvación “resuelta”
por nuestra influencia con el resucitado.
En ocasiones en cosas pequeñas sale a relucir
nuestro ego enorme, por ejemplo; hacemos alguna labor social y ya nos sentimos
la Madre Teresa de Calcuta, acudimos algún retiro y nos sentimos como si fuésemos los monjes más
místicos. Así somos, nos gana el ego cuando hacemos el bien, caemos fácilmente
en esa tentación. Hay que detectar en nosotros esas actitudes que quizá nadie
más ve –porque no las decimos aunque las sentimos- para que nuestra humildad se
vuelva integra. Quizá valga más un pecador arrepentido que un justo presumido.
San Pedro es el hombre que recibió cosas que ningún
otro hombre recibió, leamos su actitud ante la salvación; “Llegará el día del
Señor como hace un ladrón, y entonces los cielos se desarmarán entre un ruido
ensordecedor, los elementos se derretirán por el calor y la tierra con todo lo
que hay en ella se consumirá. Si el universo ha de descomponerse así, ¡cómo
deberían ser ustedes! Les corresponde llevar una vida santa y piadosa, mientras
esperan y ansían la venida del día de Dios, en la que los cielos se desarmarán
en el fuego y los elementos se derretirán por el calor. Más nosotros esperamos,
según la promesa de Dios, cielos nuevos y una tierra nueva en que reine la
justicia. Con una esperanza así, queridos hermanos, esfuércense para que Dios
los encuentre en su paz, sin mancha ni culpa” (2da de S. Pedro 3:10-14).
Para concluir, si los apóstoles recibieron tanto
y no cayeron en la pereza para alcanzar la salvación y las promesas, ¿Qué
actitud debiésemos tener nosotros que ni siquiera hemos saludado de mano a
Jesús?, seamos entendidos, no pensemos que la tenemos “resuelta”, no
descuidemos una salvación como esta, no vaya ser que creyendo conocer a Cristo,
El no nos conozca.