San Pablo es uno de los autores más importantes
del nuevo testamento, fue un judío de nacimiento proveniente del partido religioso
de los fariseos, estos admitían al lado de la tradición escrita, una tradición oral
que daba autoridad a los maestros en la ley para interpretar los textos
sagrados y adaptarlos a circunstancias concretas. Los fariseos eran una especie
de orden judía contemplativa e influyente, predicaciones y maestros, que definieron
muchos conceptos esenciales del judaísmo, incluso para la humanidad; justicia
de Dios y libertad del hombre, inmortalidad personal, juicio después de la
muerte, paraíso, purgatorio e infierno, resurrección de los muertos, reino de
gloria.
San Pablo como ex fariseo fue erudito de los
versos del antiguo testamento, una vez convertido al cristianismo, fue capaz de
traducir y compartir la revelación del antiguo testamento a la luz de la nueva
alianza. Sin lugar a dudas, la resurrección de Cristo fue una confirmación a la
creencia de los fariseos; existe la resurrección.
En los evangelios, los fariseos se distinguen por
espiar a Jesús para buscar sus errores y contradecirlo, siendo celosos hasta el
ridículo de las leyes hebreas. Cuando San Pablo paso de ser fariseo para
convertirse en cristiano, debió “sacar la viga de su ojo y dejar de ver la paja
en el ojo ajeno”. En la carta a los Romanos, el apóstol, expresa su lucha
interior por mantenerse firme y alejado del pecado, mostrándose débil y dando
gracias a Dios por la justificación que recibe el pecador por la gracia de
Cristo.
El escribió; “Pero yo no hubiera conocido el
pecado si no fuera por la Ley de Dios. En efecto, hubiera ignorado la codicia,
si la Ley no dijera: "No codiciarás". Pero el pecado, aprovechando la
oportunidad que le daba el precepto, provocó en mí toda suerte de codicia,
porque sin la Ley, el pecado es cosa muerta. Hubo un tiempo en que yo vivía sin
Ley, pero al llegar el precepto, tomó vida el pecado, porque el pecado,
aprovechando la oportunidad que le daba el precepto, me sedujo y, por medio del
precepto, me causó la muerte, y yo, en cambio, morí. Así resultó que el
mandamiento que debía darme al vida, me llevó a la muerte (por la tentación de
infringir la ley). De manera que la Ley es santa, como es santo, justo y bueno
el precepto. ¿Pero es posible que lo bueno me cause la muerte? ¡De ningún modo!
Lo que pasa es que el pecado, a fin de mostrarse como tal, se valió de algo
bueno para causarme la muerte, y así el pecado, por medio del precepto, llega a
la plenitud de su malicia. Porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy
carnal, y estoy vendido como esclavo al pecado. Y ni siquiera entiendo lo que
hago, porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. Pero si hago lo que
no quiero, con eso reconozco que la Ley es buena. Pero entonces, no soy yo
quien hace eso, sino el pecado que reside en mí, porque sé que nada bueno hay
en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance,
pero no el realizarlo. Y así, no
hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no
quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí. De esa
manera, vengo a descubrir esta ley: queriendo hacer el bien, se me presenta el
mal. Porque de acuerdo con el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios, pero
observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y
me ata a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Ay de mí! ¿Quién podrá
librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte por el pecado? ¡Gracias a
Dios, por Jesucristo, nuestro Señor! En una palabra, con mi corazón sirvo a la
Ley de Dios, pero con mi carne soy débil a la ley del pecado” (Romanos 7:7-25).
Sigamos adelante sabiendo que somos débiles pero
es Dios quien ha puesto los medios para santificarnos día con día.