Esta
semana falleció por coronavirus un tío y por anemia un amigo que es diabético,
precisamente el día de las muertes regrese de Bahía de Kino acompañado de tres amigos.
Me sentí culpable por salir de casa y disfrutar la playa el mismo día en que
estas personas perdieron la vida. Al menos si pudiese estar en el funeral y en
la misa de los difuntos seria una liberación para mí, pero ni eso, el
coronavirus no lo permite. Resulta paradójico salir a la playa y no poder
acudir al culto; en las misas celebradas entre semana la sana distancia es casi
una garantía.
Estando
en la playa mis amigos y yo dimos gracias a Dios por la salud y el momento, guardamos
los protocolos sugeridos; sana distancia, cubre bocas, gel antiséptico. El
viaje lo realizamos entre semana considerando que así habría menos afluencia de
personas. Tratamos de ser responsables pero el riesgo de contagio es latente,
incluso sin salir de la ciudad.
Este
tiempo nos ayuda a reflexionar y entender lo frágil que es la vida. Cualquier
plan que anhelemos para nuestro futuro; invertir, ahorrar, viajar, puede verse
trastornado por el riesgo de enfermar y morir. Pareciera que esto es el fin. La
muerte ronda por todos lados y ronda entre nuestros seres cercanos. Estas
muertes nos ayudan a valorar la vida cotidiana; ir a misa los domingos, acudir
al parque, al cine, comer entre amigos y disfrutar lo que parece insignificante.
Esta
situación me hace recordar una reflexión hecha por el sacerdote Fortea. Antes
del coronavirus él anunció varios momentos para la humanidad; el primer momento
sería un espacio para la hermandad, pero una hermandad anticristiana alejada de
Dios donde todos seriamos cómplices de la injusticia, la ausencia de la caridad,
la vanidad y la inmoralidad. El segundo momento seria un espacio para la
purificación; un dolor en donde la humanidad renacería a una conciencia nueva
abriendo un nuevo periodo. Advierto que estas situaciones son recurrentes en
las Sagradas Escrituras y es notorio encontrar estos periodos en la vida del
pueblo de Israel expresada en el antiguo testamento: el pecado, la tragedia y
la conversión.
Fortea
me parece muy preciso para advertir antes de la pandemia esa realidad
espiritual que vivió el mundo. Siguiendo el guión de las Sagradas Escrituras
pareciera que la gran inmoralidad antecede siempre a una gran tragedia: una
sequia, una guerra, una peste, una pandemia. Debemos considerar que los autores
antiguos atribuían la tragedia a la desobediencia, a un castigo divino, pero
bajo una interpretación moderna y con un conocimiento mayor del creador no
podemos afirmar tal cosa. Bajo una explicación sencilla de las causas es correcto
que la inmoralidad nos lleve a la tragedia pues su origen es la corrupción; las
negligencias sanitarias que provocan enfermedades, los daños al medio ambiente
que causan mutaciones en las bacterias y virus, etc.
Como
creyentes podríamos optar por dos interpretaciones de la realidad sanitaria que
vivimos; afirmar que esto es un castigo divino por nuestra inmoralidad ─cosa
que no comparto del todo─ o creer que la creación ha sido sometida por Dios a
las leyes naturales y que dentro de la misma habita el ser humano con libre
albedrío. De ambas interpretaciones podemos entender algo del misterio de Dios;
es preferible vivir en el amor que en el temor a vivir. De lo anterior puedo
precisar, si Dios nos permitió vivir, vivamos en paz, sin rencor, sin maldad,
vivamos el perdón. La vida es hoy, mañana no sabemos y a Dios nos encomendamos.
Amén.