En la biblia podemos encontrar los
textos relacionados con el primer concilio que la Iglesia celebro en Jerusalén.
Un grupo de fariseos que había abrazado la fe cristiana, enseñaba a los
gentiles que era necesario guardar las leyes de Moisés para alcanzar la
salvación (Hechos 15:1,5). Los gentiles fueron paganos venidos a la fe
cristiana. Estas leyes no se componían solo del decálogo de Moisés, eran un
compendio amplio de normas. Ante esta disensión, este concilio definió que
tales leyes no son útiles para la salvación y mando; “abstenerse de lo
sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la
impureza” (Hechos 15:29). Aunque el paganismo ha quedado erradicado, el primer
concilio no es simplemente un elemento histórico dentro de la biblia, abstenernos
de la impureza es requisito para alcanzar la salvación. Los apóstoles al
referirse a impureza se refieren a los actos sexuales.
En este contrasentido, aunque las
leyes de Moisés no son necesarias para la salvación, sus preceptos relacionados
con la impureza fueron antecedente para esta definición conciliar de los apóstoles.
Tales normas pueden encontrarse en el libro de levítico (cap. 18). Muchas de
estas prácticas prohíbas en levítico, son fáciles de encontrar hoy en día
siendo permitidas ó hasta aplaudidas por quienes se sienten cristianos.
Los apóstoles al ser discípulos de Jesús
añaden una concepción nueva al pensamiento del levítico, esto es, la
prohibición del divorcio y el segundo casamiento. Los judíos permitían tal práctica
usando el “get” ó carta de divorcio. En el evangelio de San Mateo (cap. 19:1-9),
Jesús se opone al divorcio y al segundo matrimonio de modo claro y puntual. En
la carta de San Pablo a los Corintios se reitera la enseñanza de Jesús; “a los
que están unidos en matrimonio, mando, no yo, sino el Señor: Que la mujer no se
separe del marido; y si se separa, quédese sin casar, o reconcíliese con su
marido; y que el marido no abandone a su mujer” (I cap.7:10,11).
Tras la llegada del Espíritu Santo
en Pentecostés, un concepto novedoso surge para la Iglesia primitiva; el cuerpo
humano es templo del Espíritu Santo. Desde esta óptica, la pureza, la castidad,
tendrá un nuevo giro, ya no será algo para consagrados –como sucedía en el judaísmo-
sino que será parte de la gracia recibida para toda la Iglesia. San Pablo
escribe;
"En cuanto a lo que me habéis
escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No obstante, por razón de
la impureza, tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su marido. Que el marido
dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la
mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su
cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por
cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que
Satanás no os tiente por vuestra incontinencia. Lo que os digo es una
concesión, no un mandato. Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo;
mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de
otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: Bien les está quedarse
como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que
abrasarse." (I Corintios, 7:1-9)
Es bueno reafirmarnos en la gracia
para vivir el don de la pureza día con día, sobre todo pedirlo, considerando
que Dios permite la sexualidad bajo un don distinto en el sacramento del
matrimonio.