"A
los demás les digo, como cosa mía y no del Señor: si algún hermano tiene una
esposa que no es creyente, pero acepta vivir con él, que no la despida. Del
mismo modo, si una mujer tiene un esposo que no es creyente, pero acepta vivir
con ella, que no se divorcie. Pues el esposo no creyente es santificado
mediante su esposa, y la esposa no creyente es santificada mediante su marido
cristiano. De no ser así, también sus hijos estarían lejos de Dios, mientras
que en realidad ya han sido consagrados. Si el esposo o la esposa no creyente
se quiere separar, que se separe. En este caso el esposo o la esposa creyente
no están esclavizados, pues el Señor nos ha llamado a vivir en paz. ¿Estás
segura tú, mujer, de que vas a salvar a tu esposo? ¿Y tú, marido, estás seguro
de que podrás salvar a tu esposa?" (1era de Corintios 7:12-16).
En este fragmento, San Pablo otorga
recomendaciones sobre el matrimonio a quienes, en el primer siglo, estando en
matrimonio abrazaron la fe cristiana dejando el paganismo, aconsejándoles no
separarse de sus cónyuges paganos por motivos del cristianismo. En la
experiencia de San Pablo se muestra algo interesante; “la santificación del incrédulo
por la fe de su conyugue”. Pero, ¿Qué sucederá cuando ambos son creyentes?, ¿acaso
se santificaran mutuamente?.
El sacramento del matrimonio nos
santifica porque todo sacramento tiene como fin santificar, preparar a la
persona para que viva en la gracia de Jesús. Cuando un fiel de Cristo, se
guarda por él en el amor para conservar su cuerpo integro como templo del Espíritu
de Dios, llevando una vida acorde al evangelio, recibe gracia individual por
los sacramentos que corresponden. Pero, ¿Qué será de dos, hombre y mujer, que
hacen lo mismo y caminan en un proyecto común, alegrándose en su espíritu para
recibir un sacramento común: el matrimonio?, ¿No aumentara Dios la gracia que
ya tenían, ó será que Dios entregara el don especial que es llevado por los
dos?. Dios les aumentara, les entregara una gracia y un don especial que será
recibido por los dos, dejando en su ser interior y exterior esta consigna.
Cuando San Pablo afirma “el incrédulo
se santifica por la fe de su conyugue”, no puedo evitar mirar el caso de José y
la Virgen María –aunque creyentes los dos- ¿Qué clase de santificación ó don
especial habrá recibido José por acompañar a María?. El sacramento del
matrimonio inicia en el altar y se perfecciona día con día buscando la gracia y
el don para cada día. Sin duda, José recibió un don por acompañar a la Virgen
María en su embarazo, pero ¿Qué tipo de santificación habrá recibido José cuando
vio nacer a Jesús nuestro Señor?, ¿Acaso José pudo ser el mismo de siempre?,
no, claro que no, José a lo largo de su vida, debió ser transformado por la pureza
de María y Jesús.
En nuestro caso, todo familiar se
conmueve en el nacimiento de algún nuevo miembro de la familia. Ese nuevo
nacimiento provoca en los nuevos padres una especie de “metanoia”, esto es un
tipo de conversión, una nueva ilusión, alegría, una esperanza para buscar algo
mejor a favor de los hijos. Esa inocencia del nacido puede generar en nosotros
una conversión autentica.
Que la unidad familiar prosiga y no
se trastorne a causa del pecado individual. Que los minutos con Dios puedan
vivirse a solas y en familia, para que la misma familia sea ese depósito donde
los miembros crezcan en el amor a Dios, a la gracia y la santidad. Que nuestra
familia sea nuestra primera comunidad en la fe, nuestra Iglesia doméstica.