La
cuarentena que vivimos obliga guardarnos en casa, no es recomendable salir a
las calles, encontrarse con amigos, vivir una vida ordinaria y sobre todo, nos
obliga para abstenernos de acudir al templo, a la confesión y a la eucaristía.
Esta experiencia mundial me hace confrontar muchos pensamientos.
El
primero, la obligatoriedad de no asistir al acto religioso; aquello que parecía
disponible y sin limitaciones, hoy ya no lo es. Por orden de la propia iglesia
se han suspendido todos los servicios, solo nos queda la celebración apreciada de
modo virtual por televisión o redes sociales, pero esto –aunque útil y aplaudible-
no completa la satisfacción de vivir la experiencia completa. Muchísimas veces poco
valorada porque siempre estuvo disponible.
El
segundo, la expresión de aquellos que nos cuestionaban porque acudíamos a los
actos religiosos; todas aquellas frases dichas por terceros que expresaban el
cuestionamiento o la oposición por el hecho de acudir a misa; “¿para qué vas al
templo?, no es necesario ir al templo para hablar con Dios”. Ante la situación
de la abstinencia obligada, la necesidad se ha vuelto evidente y el argumento
en nosotros –los que amamos la misa- tomara más fuerza; vemos un beneficio en
la celebración en comunidad, en la oración frente al sagrario. Con la
contingencia hemos experimentado que eso de “quedarse en casa para hablar con
Dios”, no es lo mismo que ir al templo y participar de la eucaristía. Aprovechemos
la experiencia para beneficio del reino de Dios.
El
tercero, hacer un paralelo con la vida religiosa de nuestros hermanos mayores,
los judíos. Ellos en realidad solo tienen un templo: el de Jerusalén pero está
destruido. Sus sinagogas no son templos, son escuelas donde se lee el antiguo
testamento y se emula –en la medida de lo posible- las labores del templo judío,
pero un templo como tal no es. Sus rabinos no tienen el oficio sacerdotal, un
rabino es simplemente un maestro. Ellos viven su religión con estas limitantes;
sin templo y sin sacerdocio anhelando el día de poder concretarlo. En los
textos bíblicos del antiguo testamento podemos encontrar referencias del dolor
de Israel por la destrucción del templo y la ciudad santa de Jerusalén; “¡Cómo
está solitaria la ciudad populosa! Se ha quedado como una viuda la grande entre
las naciones; la princesa entre las provincias tiene que pagar tributo. Pasa la
noche llorando, las lágrimas corren por sus mejillas. No hay nadie que la
consuele entre todos los que la amaban: todos sus amigos la han traicionado, se
han convertido en enemigos” (Lamentaciones 1, 1-2).
Aunque
nuestro dolor no es tan grande como el citado en el libro de Las Lamentaciones, entendemos que varias
ciudades del mundo han quedado con sus calles solas y su pueblo con lágrimas
por la pandemia; desde China, Italia, España, Estados Unidos. Pero aun así y -aunque
las tragedias se expresen en la biblia- es en esos momentos duros cuando se
debe manifestar también la esperanza acompañada de la obediencia; obedecer a
las autoridades también es una enseñanza bíblica (San Lucas 20, 25., Romanos
13, 1).
Confiamos
pues que volveremos a nuestra vida ordinaria, a nuestro templo, a nuestra
comunión, al encuentro de nuestros amigos. Seamos responsables guardándonos,
construyendo una sociedad que pueda ser salvada del egoísmo que dice “a mí no
me pasa”. Tengamos una fe que razona y es responsable, y que no da lugar a la
superstición negligente.