A
finales de mayo celebramos la fiesta del pentecostés y en medio de este
encierro por la pandemia es difícil ─para el católico común─ advertir el
calendario litúrgico. Me alegro porque la Iglesia lo muestra y podemos seguirlo
desde casa por medios electrónicos. De esta experiencia me surgen dos reflexiones.
Esa
misma semana por las mismas redes sociales pude apreciar la fiesta de pentecostés
de los judíos; ellos en la misma situación que nosotros por el coronavirus están
en sus casas siguiendo las liturgias judías de su fiesta. De aquí me surge una
primera reflexión. La Iglesia Católica nace dentro del pueblo de Israel en Jerusalén,
por lo tanto, sus celebraciones tiene afinidades; tal es el caso del pentecostés
católico y el pentecostés hebreo. Esto debe hacernos entender; así como la
familia judía celebra a Dios por medio de las liturgias hebreas; el católico de
la misma forma no puede desprenderse de sus liturgias.
Dentro
de la pandemia algunos señalan “no es importante reactivar la misa en físico porque
se puede hablar con Dios desde casa”, este tipo de lenguaje parte desde un
paradigma protestante; sin sacramentos físicos, sin liturgias claras; solo un
lenguaje mental entre Dios y el creyente. Pero la fe bíblica, la fe que emana
del pueblo de Israel y la Iglesia primitiva es una fe que se vuelve visible; “Jesús
tomó pan, y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:
“Tomen, esto es mi cuerpo” (S. Mateo 14, 22). El católico acude a misa para
recibir el pan, el cuerpo del Señor. Este acto no se trata simplemente de “hablar
con Dios” sino de participar en el cuerpo de Cristo que se entrega.
La
segunda reflexión gira en torno a la fiesta de pentecostés. Como mencione, la
fiesta tiene un antecedente judío; ellos celebran la llegada del pueblo de
Israel al monte Sinaí y la entrega de los diez mandamientos por mano de Moisés.
En cambio, el pentecostés de la Iglesia celebra la ascensión de Jesús a los
cielos y la entrega del Espíritu Santo. Por ambos eventos vale la pena meditar
en el texto de Ezequiel; “Les daré un corazón nuevo y pondré en su interior un
espíritu nuevo. Quitaré de su carne su corazón de piedra y les daré un corazón
de carne.” (cap. 11, v. 19). El texto del profeta tiene una predicación para un
contexto y situación específica; la conversión del pueblo de Israel y que sus
hombres cambien la dureza de sus corazones.
En
un sentido más amplio, en esta predicación de Ezequiel podemos vislumbrar un
preanuncio de la nueva alianza establecida por Jesús; el corazón del pueblo de
Israel es la cátedra de Moisés y él escribió sus leyes en piedra, y, él corazón
de la Iglesia es la eucaristía, donde Jesús estableció su alianza a carne y
sangre. Por lo tanto ─entendiendo que Dios ha cambiado el corazón de piedra por
uno de carne─ los católicos debemos vivir los mandamientos de un modo distinto
y nuevo; no se trata simplemente de memorizar mandamientos y liturgias, sino de
aprender a vivir los mandamientos y las liturgias a través de la libertad que
nos da el Espíritu que hemos recibido. Seamos un pueblo recurrente de la eucaristía;
corazón de carne entregado por Dios.
La
pandemia y el encierro me han hecho valorar los sacramentos y los eventos litúrgicos;
la confesión, la eucarística y la oración en comunidad. Pero también me han
hecho ver la necesidad de un recluso privado de la libertad y lo importante que
es llevarles los sacramentos.